… mientras que ‘JFK: caso abierto’ comenzó como una tentativa de escribir la primera crónica articulada de la historia oculta de la Comisión Warren, se ha convertido en algo mucho mayor y, es mi creencia, más importante. De muchas maneras, este libro es un recuento de mi descubrimiento de todo lo que no se ha dicho todavía de la verdad del asesinato de Kennedy y de todas las evidencias sobre el magnicidio que se ocultaron o destruyeron -hechas trizas, incineradas o borradas- antes de que pudieran llegar a manos de la comisión. Funcionarios de alto nivel tanto en la CIA como en el FBI ocultaron información al panel, al parecer, con la esperanza de ocultar cuánto en realidad sabían sobre Lee Harvey Oswald y la potencial amenaza que representaba. Asimismo, este libro revelará por primera vez cómo se pasó por alto o se amenazó para que guardaran silencio importantes testigos de los acontecimientos que rodearon el asesinato del presidente. La labor periodística para este libro me llevó a lugares y me presentó con personas que jamás habría imaginado que serían tan importantes para entender la muerte de Kennedy.
Me volví víctima de la doble maldición que persigue a quien intenta acercarse un poco más a la verdad sobre el asesinato. Es la condena de encontrar muy poca información o demasiada. Realicé el sorprendente, casi simultáneo, descubrimiento de cuántos elementos probatorios vitales relacionados con el homicidio del presidente Kennedy habían desaparecido y de cuántos se habían preservado. Hoy sobra en el registro público el material sobre el asesinato, incluidos las literalmente millones de páginas de archivos otrora secretos del gobierno que ningún reportero o investigador puede afirmar que ha revisado en su totalidad. Colecciones enteras de evidencia siguen sin someterse al examen acucioso de los investigadores, casi exactamente 50 años después de los sucesos que describen.
La comisión cometió errores severos. No logró dar seguimiento a elementos probatorios y a testigos importantes debido a las limitaciones impuestas a la investigación por el hombre que la dirigió, el ministro presidente Warren. Con frecuencia, éste pareció estar más interesado en proteger el legado de su querido amigo el presidente Kennedy y de la familia Kennedy, que en llegar al fondo de los hechos sobre la muerte del mandatario (…)
Algunos ex funcionarios cargan con un grado especial de responsabilidad en la trama de las teorías de conspiración que probablemente nos acosarán por siempre. En la cima de esa lista figura otro veterano de la CIA, el ex director de Inteligencia Central, Richard Helms, quien tomó la decisión de no informar a la Comisión Warren sobre los planes de asesinato que maquinaba la agencia en contra de Castro. Y fue Helms, por supuesto, quien designó al artero Angleton la tarea de controlar la información que llegaba a la comisión. Por otro lado, durante las horas que siguieron al asesinato, J. Edgar Hoover y sus subalternos en el FBI se afanaron en no reunir la evidencia que quizá habría propiciado el descubrimiento de que Oswald había contado con la ayuda de conspiradores. Había sido para Hoover mucho más sencillo incriminar a un perturbado joven inadaptado que no contaba con un historial de violencia, que aceptar la posibilidad de que en efecto existió una conspiración para matar al presidente, un plan que el FBI habría estado en posibilidad de evitar. Fue el propio sucesor de Hoover, Clarence Kelley, quien declaró con toda certeza que el presidente Kennedy no habría muerto si el FBI hubiera actuado sirviéndose sólo de la información existente en sus archivos en noviembre de 1963.
Otros dos nombres pertenecen a la lista; se trata de figuras que con frecuencia reciben homenajes por sus logros en la vida pública: el ministro presidente Earl Warren y Robert Kennedy. El ministro presidente tuvo la sabiduría de rechazar, en un inicio, la petición del presidente Johnson de encabezar la comisión. Warren tenía razón para temer que el trabajo de la investigación podía ensuciar su legado. Estaba en lo cierto. Así ocurrió, para decepción de personas como yo que crecimos venerándolo por sus logros en la Suprema Corte. ¿Qué dice de esta comisión presidencial el hecho de que sus hallazgos hayan sido rechazados, finalmente, por el propio presidente? Debemos reprocharle a Warren, sobre todo, que le haya negado el acceso a evidencia clave y la interrogación de importantes testigos al equipo de trabajo de la comisión. Sus fallas monumentales incluyeron su negativa a que la comisión examinara las fotos de la autopsia y las placas de rayos x del presidente -decisión que no hizo sino garantizar que la evidencia médica permanezca en un estado de irremediable confusión hasta el día de hoy-, y la orden, aún más desconcertante, que le impidió al equipo entrevistarse con Silvia Durán.
Y luego, tal vez para nuestra mayor sorpresa, resulta claro que Robert Kennedy es altamente responsable de que, según las encuestas de opinión, la mayoría de los estadounidenses estén convencidos de que medio siglo después del asesinato se les continúa negando la verdad acerca del homicidio del presidente. Nadie estuvo en mejor posición que Robert Kennedy para exigir la verdad, primero como fiscal general, posteriormente como senador de Estados Unidos y, ante todo, como hermano del presidente asesinado. Sin embargo, en los casi cinco años transcurridos entre la muerte violenta de su hermano y la suya propia, Robert Kennedy no dejó de insistir públicamente en que apoyaba sin reservas los hallazgos de la Comisión Warren al tiempo que comentaba entre amigos y familiares estar convencido de que la comisión había errado el camino. Si alguien dudaba de su falta de franqueza, tales escrúpulos se desmoronaron en enero de 2013: su hijo y homónimo, Robert Jr., al parecer dejó pasmada a una audiencia en Dallas -en un foro organizado para honrar el legado de Robert Kennedy- cuando reveló que, desde la perspectiva de su padre, el reporte de la comisión “fue una burda pieza de artesanía”. Declaró que su padre creía que ciertos miembros de la mafia pudieron haber perpetrado el asesinato como represalia por la mano dura que el Departamento de Justicia ejerció contra el crimen organizado durante la administración de Kennedy, o que el asesinato pudo haber estado relacionado con Cuba, o incluso con “miserables agentes de la CIA”.
Robert Jr. ofreció una explicación sobre por qué su padre engañó a la gente durante años. A mediados de la década de 1960, señaló, su progenitor sentía que no tenía la capacidad para llevar a cabo la investigación por sí mismo, y le preocupaba que si exponía su recelo públicamente, tal vez desviaría la atención de asuntos nacionales de la mayor importancia, especialmente del movimiento por los derechos civiles. “Realmente no había nada que pudiera hacer en ese momento”, explicó Robert Jr. “En cuanto Jack murió, él perdió todo su poder.”
PHILIP SHENON