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Mi Carlos Delgado Pereira

Jotamario Arbeláez
La madre si me dio duro que se fuera, así como así. Discreto y caballero, como quedamos pocos, se supo retirar sin sufrir ni que lo sufrieran sufriendo. Le falló el corazón, pero él nunca falló a una junta directiva ni al funeral de quien conociera. Manejó por lustros a los ilustres anunciantes con mano de seda y guante de plata. A los señores del poder supo tratarlos con cortesía y caramelo.
Desde hacía 20 años que nos sentábamos, cada tres meses, en su oficina, a charlar un tinto y husmear el tema para nuestros artículos en la revista de la Anda, que él dirigía. Ahora que no está, me permito rememorar cuando le caía a su despacho, con la seguridad de que no solo su café sería bueno, sino que estaría aromatizado por una conversación relajante.
La última vez que lo visité, en la inolvidable torre de Sancho, luego del abrazo represado por el tiempo de no vernos, pasamos a la mesa de juntas, recibimos el elíxir de origen árabe que endulzamos al batir de la cucharilla, y empezamos a platicar de las cualidades de la fauna que nos rodea. El hombre era circunspecto, pero incisivo. Relacionista sagaz, conocía como nadie la marcha de las empresas y, por ser además un clubman, estaba al tanto del giro de las últimas cantimploras en el desierto. Así, con un humor de ropaje trascendental, aventuró una clasificación que me cayó en gracia.
En primer lugar, habló de la sabihondez. De quienes se creen, no solo que lo saben todo, sino además que se las saben todas. Pontifican divinamente sobre lo humano, lo sobrehumano y lo infrahumano, sobre cómo se mueven las masas en la política, los productos en el mercado y las damiselas en el diván. Saben cómo se cura el cáncer, pero no le pueden petardear a los médicos el negocio; saben quién mató a Gaitán, a Galán, a Gómez y a Garzón, pero no son sapos; saben cómo se lograría la paz en Colombia, pero no les interesa y tienen las claves para acabar con el narcotráfico, pero pa’ qué. No quieren imaginar lo que sería sin ellos del país y de las empresas que asisten. La mayoría son consultores y consejeros y hacen gala de su dominio de la realidad inmediata.
En segundo lugar me habló de la sobradez. Los que la ostentan ¿o la padecen? lo tienen todo: la empresa más pujante manejada con su cerebro pletórico de neuronas, la mujer más hermosa, la quinta más imponente, el automóvil más deslumbrante, el yate fondeado; son amigos personales del Presidente y de la mitad de su gabinete; cuando viajan a otro país son huéspedes rogados en la casa del embajador, son saludados por su nombre en los restaurantes famosos. Pagan a los anteriores sabihondos para que no les dejen meter la pata, viven rodeados de la gente más chic y de los escoltas más bravos.
Y en tercer lugar me habló de la hideputez. Esa virtud de aquellos que no ven con buenos ojos el triunfo de nadie, que critican no solo lo que sale mal, sino lo que sale bien porque podría haber salido mejor, que se arden porque soltaron de la cárcel al que acusaron injustamente, que escamotean sus deudas porque a ellos también les deben, que hablan mal del país adentro y afuera, y están en contra de cualquier acuerdo por humanitario que sea.
Me prometí que algún día escribiría sobre estos tópicos, aun corriendo el riesgo de caer en la hablamierdez, de la que parece que no se salva nadie en este país. Me fui riendo por el camino de regreso a mi cueva, donde tampoco estoy a salvo de estas virtudes capitales del colombiano, sobre todo de la última. Me da pena con el amigo tan delicado por divulgar su chispa analítica. Prefiero enfatizar en ella antes que en su prudencia de directivo.
Me estás haciendo mucha falta, querido Carlos. Hasta la próxima junta, y perdona la confiancita.
Jotamario Arbeláez
Jotamario Arbeláez
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