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A la sombra de un traficante de fauna en Bogotá

Un periodista de EL TIEMPO siguió de cerca a Abel, un comerciante de animales exóticos.

REDACCIÓN BOGOTÁ
El flamenco va emergiendo de una caja de cartón que bien podría contener un violín o unos girasoles. El pájaro parece una pieza de armar, un contorsionista forzado que lucha por salir de su celda. Abel, comerciante ilegal de especies, le desdobla las patas, le estira el cuello. Dobla las articulaciones como un anatomista que ensambla un muñeco vivo.
Pronto retira la cinta del pico y remueve unas bandas elásticas de las alas. El animal rosado de zancas esqueléticas, débil por el recorrido, busca el equilibrio y queda en pie milagrosamente. Se tambalea. Tiene frío.
El ave de rasgos de saurio milenario gasta sus últimas energías tratando de acertarle un picotazo en la cara a su verdugo. No lo logra. Abel lo esquiva. En cada ataque, el hombre le agarra la cabeza como si capturara balas gruesas con las manos. Parece un boxeador, alguien demasiado acostumbrado a interceptar golpes rápidos.
Minutos después, Abel saca de otra caja una pareja de guacamayas azules un poco más domesticadas. Las pone sobre su brazo derecho. Ellas abren las alas mutiladas. Están entumecidas. Como un voceador de feria, Abel le dice a su cliente: “Míreme estas bellezas. Cójalas, son mansitas. Se dan al dedo”, expresa con la jerga de los traficantes.
Itinerario
Son las 10 de la mañana. Abel, el traficante de especies exóticas, contesta su teléfono privado. Los chillidos desarticulados de las aves y los pequeños simios apenas dejan oír el ruido de una voz cortante de llanero. Aquel hombre de 47 años, piel tostada y ojos profundos está receloso. Desconfiado. Cuelga. A los pocos segundos, regresa la llamada desde otro celular. Está calmado. “Bueno, cuénteme. ¿Qué necesita?”.
Su casa es algo así como una selva portátil de concreto. Está ubicada en el Tunal, en el sur de la Bogotá. Un hogar común y corriente con un patio amplio atravesado por varas que van de lado a lado. Allí convergen guacamayas y loros, tucanes y pericos. Adentro, enjaulados, están los simios y reptiles.
Es el primer cliente del día. El comprador halló a Abel gracias a una tarjeta de presentación que rueda entre amigos: Abel M., todo tipo de aves exóticas y animales decorativos. La credencial ostenta un mosaico repleto de colores chillones con las fotos de unas aves todavía comerciables.
“Tengo de todo. Sólo dígame qué está buscando”, continúa. El cliente parece insistir: quiere datos claros. “Pues vea, mijo: lo que se le pase por la cabeza, se lo tengo. Venados, micos, todo tipo de aves, culebras. Tengo una parejita de guacamayas azules, una hermosura oiga. Y me acaba de llegar un flamenco tiernito”, anota sin un asomo de vergüenza.
El servicio es a domicilio. Ya está todo listo: las coordenadas, las horas, los precios (500.000 pesos por cada guacamaya, 600.000 pesos por el flamenco). Su hijo, Marco, además de adiestrador de perros, es el reduccionista, el empacador experto. Abre unos huecos en las cajas para la respiración. Les ‘arregla’ las alas. Las corta. Les ata las patas.
A las 11 de la mañana, Abel sale caminando por el barrio con una caja en cada mano. Anda con cinismo. Hace alarde de un dominio avanzado del engaño, de la frescura. Silba. Cuando entra en la estación de TransMilenio, saluda al auxiliar de turno alzando la cabeza.
Parece que llevara papas o verduras. Nunca nadie sospecharía que en esas cajas amarradas con cabuya carga pajarracos exóticos.
La cita es en una finca en la sabana, en Chía. En el bus, Abel no para de hablar para evitar que un ruido repentino de las aves lo delate.
Cuando se baja del bus permanece en silencio. Sacude las cajas. Algo constata con este movimiento, porque hace un gesto afirmativo. En seguida reanuda su caminata.
El cuarto negocio más rentable en Colombia (los superan las armas, las drogas y la trata de personas) tiene sus apologistas. Absurdo.
“Cuando a usted le dicen que se imagine el paraíso, el cielo, ¿en qué piensa?”. Antes de que le responda, suelta su propia conjetura. “Pues en un lugar lleno de plantas y animales, de aves de colores. ¿O no?”, explica Abel convencido.
Entra caminando a una finca lujosa. Un perro le sale al encuentro. Huele las cajas. Presiente el olor almizclado de las guacamayas y pierde la cabeza. El mayordomo le silba y el perro para. El dueño, un señor de sombrero que ronda los 60 años, lo recibe.
Cuando abren las cajas, el propietario sonríe. Agarra una de las guacamayas que le ofrece Abel. Se la pasa al mayordomo. Paga en efectivo. “Si las quiere cambiar, me llama”, dice Abel y sale encorvado como un zorro viejo.
Esfuerzos insuficientes
Aunque el Gobierno tiene tres oficinas de enlace ubicadas en los dos terminales de transporte terrestre (Bosa y Salitre) y en el aeropuerto internacional El Dorado, un escuadrón canino y varias campañas preventivas, los esfuerzos no son suficientes para contrarrestar el millonario negocio.
REDACCIÓN BOGOTÁ
REDACCIÓN BOGOTÁ
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