Cornelius Gurlitt es un criminal bastante particular. Tiene 80 años y todavía no cree que haya cometido un acto indebido. Su golpe maestro –apoderarse de 1.500 obras de arte, tasadas, según la revista Focus, en más de 1.000 millones de dólares– ni siquiera fue ejecutado directamente por él. El ladrón fue su padre, Hildebrand Gurlitt, un galerista alemán de ascendencia judía, que se encargó de la compra y venta para los nazis del “arte degenerado” en manos de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial. Por sus manos pasaron obras de Picasso, Matisse y Chagall. El método de expropiación nazi era simple: descolgaban cuadros de museos y pinacotecas, compraban las obras a la fuerza o, simplemente, se las quitaban a sus propietarios antes de eliminarlos en los campos de concentración.
La historia todavía no está completa –tal vez nunca lo esté–, pero, en su calidad de intermediario para los nazis, Hildebrand fue acumulando una colección alucinante. Su trabajo era vender el “arte degenerado” a colecciones por fuera de Alemania, pero, por comisión o simplemente por gusto, se quedó con el millar de cuadros que permanecieron ocultos desde esa época; cuando terminó la guerra, Hildebrand anunció que las obras habían quedado reducidas a cenizas tras los bombardeos de Dresde. Y en 1956 –luego de morir en un accidente–, sus hijos y su esposa decidieron mantener el secreto y su “legado”. Hasta ahora.
La madre y la hermana de Cornelius fallecieron; él quedó como único guardián de la colección y para sobrevivir hizo lo que hacen los ladrones de poca monta: malvender su botín. La policía lo encontró con 9.000 euros en efectivo; lo siguió y en el 2012 halló el llamado “tesoro de Múnich”. Hoy se queja. Dice que nunca ha cometido un delito y que, en caso de que existiera, “habría prescrito ya”; también afirma que no podía vivir sin sus obras. Yo creo que le pasó lo mismo que a la madre de uno de los miembros de la banda de ladrones rumanos que, después de asaltar un museo de Holanda, y ver que la policía los cercaba, decidió quemar dos Monets y un Picasso para eliminar las pruebas. ¿Para qué sirve un tesoro que no se puede vender? ¿Para qué sirve un Picasso que no puede brillar en una pared? Cornelius sabía que tenía un tesoro y toda su vida tuvo que haberla vivido con la amargura de no poder disfrutar del dinero que representaban esas telas; se conformó con saber que eran suyas y de nadie más: como un degenerado.
@LaFeriaDelArte
Fernando Gómez Echeverry