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Un viaje en tren al Medellín de los años 40

Relato del cronista 'Ximénez' sobre su travesía en ferrocarril hasta la capital paisa en 1941.

ARCHIVO DE EL TIEMPO
Asoman a lo lejos su rubicunda faz, las altas barrancas de Puerto Berrío. El Nare arrojó sobre el Magdalena una ancha creciente. Bajan, volteando con los remolinos, palos, basuras y canoas abandonadas. El Magdalena se arregla y los oficiales hacen optimistas cálculos acerca del viaje.
Arrimamos al puerto. Una pandilla de ‘piernipeludos’ sube a bordo. Vienen los equipajeros y las mujeres. El acento antioqueño es una alegría para el oído. Sobre el cemento de los muelles se tumban unos negros perezosos. En el Hotel Magdalena nos espera la frescura de una magnífica piscina, a cuyos lados se formó un jardincillo. Aquí, en el pequeño hall, hay mucho paisa, ganaderos, negociantes paseantes. La vida es activa; el vocabulario, pintoresco; cordial y campechano el trato.
Hay una práctica abominable en Puerto Berrío. Los equipajes se someten a riguroso examen por parte de unos agentes de policía en un quiosco que se levantó sobre el muelle. Esta función se cumple en público, a la vista de un corro de mulatos patanes. Las maletas quedan convertidas en un anárquico hacinamiento de ropas maltrechas.
Para repasar, observar y palpar con mayor espacio el viaje de Berrío a la Villa, tomo el tren local, que sale del puerto a las seis y media de la mañana y llega a la capital antioqueña a las cuatro de la tarde. Son pues cerca de diez horas de viaje. Este convoy no lleva coches de primera. Un coche de segunda clase, varios de tercera y vagones de carga. El hombre que va a mi lado es, según parece, ingeniero. Un peón le entregó, como se entrega una presea victoriosa, la cajita brillante del teodolito con su trípode doblado, que parece una gran araña balda.
Allí va un típico matrimonio de turistas de la clase media. El esposo, moreno y cenceño, viste traje negro de paño. La esposa nos regala la rotundidad de unas redondeces pectorales ocultas tras del luciente abrigo de seda. Dos hijos pequeñuelos brincan por ahí.
A aquél sujeto se le murió un hermano en San Roque. Viaja con el propósito de concurrir al entierro. La pena es honda; pero esta hondura no obsta para que mi don se riegue el gargüero con el rico humor del aguardiante a cada parada del tren. Ya comienza a hacer confidencias.
–Mi hermano era muy bueno. ¡Muy bueno, eh avemaría! Haberse muerto el pobrecito. Y una lágrima gorda le rueda por la mejilla mantecosa y se le cuela a la boca por donde suelta el pestífero tufo del anís.
En Caracolí, el hombre que nos cuida –porque en el coche de segunda clase funciona una especie de bedel–, honesto, atento, obsequioso, que se encarga de tutelar a los pasajeros, anuncia:
–Aquí pueden bajarse y tomar el desayunito. Hay lechita, café, y unos estupendos, deliciosos chorizos con arepa. Ya la alimentación es típicamente antioqueña. El pandequeso, las rosquillas, las natillas. Los fríjoles, el chicharrón y la de ‘blanco choclo nívea arepa’.
En efecto, demoramos un buen rato. Cae el sol, como una pedrada de luz, sobre el caserío. En la plazoleta funciona el mercado. Ventas de carne de cerdo, de frutas, de maíz. Arriba, las múltiples jorobas de la montaña. Abajo, el valle del Magdalena, que lanza al cielo un vaho húmedo y aromoso. Baja de la quiebra un hilo de agua que al estrellarse en unas peñas surte iridiscente. Allí, se lava arena, funcionan las bateas para el beneficio de oro. La tierra está vencida, dominada, por la mano del hombre. Un barbecho, una acequia, un platanar… Y un limonero que nos unta en la nariz su perfume humilde.
Caracolí. Qué nombre dulce el de este caserío tropical, cuyas mozas, finas y de grandes ojos de no mirar, nos ofrecen los chorizos, las arepas y los chicharrones. Esta misma tarde, el sol acabó de retostar a Caracolí. Se prendió un fuego y las llamas consumieron lo mejor del poblado.
En lo de Yolombó, gallina y caldos. En Yolombó vive una niña que siempre ha de tener quince años, como para un poema. Luego innumerables estaciones. El hombre del hermano muerto se bajó antes de San Roque. Sobre el andén, sentado, lloraba lágrimas de aguardiente. Subieron otros montañeros. ¡Qué opíparos carrieles, con cuáles correas labradas de hilos y trabajadas en claro! El aguardiente santigua el viaje de estos paisas que no pueden moverse sin catar un puro.
Ascendemos más y más lenta, trabajosamente. Por el túnel de La Quiebra, un hálito de azufre nos sazona la obscuridad. Baja un río, serpeando entre pedruscos, signando como un líquido relámpago continuo los breves valles. Ya a la salida, le adjuntan al convoy el lujo de un coche restaurante. Cerveza, cola helada, fresco de tamarindo…
A la entrada del valle de Aburrá se divisa, contra los cerros, la presencia de Medellín. Esa alta fábrica mística de la catedral de Villanueva. Los campanarios. Las chimeneas. Los barrios de arriba. Demoramos 15 minutos en la estación Villa. Al fin, tras 10 horas de viaje, el tren me arroja sobre la plaza de Cisneros.
Aquí está Medellín. Su cielo azul, su aire puro, su clima delicioso. Y ese par de morenas que parecen que cernieran la atmósfera al andar.
Hacia El Poblado, hacia Envigado, vamos por esta carretera limpia en la plácida tarde de septiembre. Sobre los montes que ajustan el valle, funciona un cielo azul que convida a gritar. La temperatura ha subido. El Aburrá corre, perezoso, contentando las ricas pedrezuelas de su curso. A las márgenes de la cinta de asfalto se levantan pomposas quintas de recreo. Unas muchachas vestidas de blanco pasean por aquí provocadoras. Vienen del monte unos campesinos con sus terciados carrieles. El campo es bienoliente. Los pulmones se expanden al recibir el aliento de este aire sano y aromoso.
Joaquín Jaramillo Sierra, un hidalgo antioqueño, me invita a visitar el Club Campestre. Va, también, Ricardo Mejía Ángel. La blanca, hermosa estructura del nuevo edificio, resalta en el fondo verde. Es en realidad un hermosísimo edificio, de típico estilo colonial español, cuyas mazas severas y discretas forman un conjunto de ejemplar armonía. No se omitió esfuerzo que condujera al logro feliz de lo planeado. En la nueva fábrica se invirtieron algo más de 200.000 pesos. Medellín cuenta hoy con el más lujoso Club Campestre no solo de Colombia sino también de este lado de Suramérica.
El Campestre fue fundado hace cosa de 15 años. Se adquirieron terrenos, se formaron los campos de golf, las canchas de tenis, las piscinas. Y se habilitó una vieja casa de campo para los principales servicios del Club. Jaramillo Sierra fue designado presidente de la junta directiva hace tres años. Y sus compañeros de junta le insinuaron la conveniencia de hacer algunas reformas: pintar aquí, reparar allí, adecentar la vieja casona.
–Nada de eso; lo que vamos a hacer es un nuevo edificio, propuso don Joaquín. No he venido a la presidencia para ejecutar remienditos.
Y como el señor Jaramillo tiene una firme voluntad admirable y un genio emprendedor maravilloso, no cejó en su idea. Contra marea y viento, rompiendo el prejuicio, el temor, la poquedad de ánimo que siempre se oponen a esta clase de empresas, Joaquín Jaramillo consiguió los planos de lo nuevo; emprendió la construcción hasta el punto en que era imposible retroceder. Luego, se financió la obra. El resultado es esto que yo veo ahora.
Todo en el Campestre obedece a un plan afortunadamente concebido. La ornamentación interior es sobremanera discreta. Un bar estupendo, comedores elegantísimos, salones de tertulia, severa biblioteca. En fin, todos los servicios que un instituto de estos debe tener. Por el aspecto social, el Campestre tiene un intenso movimiento, pero su principal actividad se refiere al deporte, atendido con seis campos de tenis, dos piscinas, un bellísimo campo de golf y varias pistas de bolo americano. El bolo funciona en edificio aparte, destinado más que todo a la distracción y halago de la juventud. Es el Campestre ‘Junior’, a donde van las ‘titinas’ y los ‘gallipollos’ de la Villa.
En el edificio principal hay una serie de 10 apartamentos, dotados de todos los servicios modernos, que se le arriendan a los socios para pasar el weekend. En el Campestre todo está ajustado a una rancia tradición antioqueña, castizamente española. No hay un solo nombre en inglés. Y en el bar, Santiago Martínez Delgado interpretó con mucha fidelidad la idea de los fundadores del club, con unas magníficas decoraciones murales, a las que ilustran esta ingeniosa copia de Víctor Mallarino, escrita en caracteres antiguos:
“Brotó de la mesma entraña –flor de sangre– la semilla; los fijosdalgos de España jugaron a la cucaña y al dado en aquesta villa. Bebieron vino en Castilla y aguardiante en la Montaña”.
El número de socios del club asciende a 400. Pero al Campestre tienen entrada otros elementos de la sociedad y se expiden tarjetas de invitación a los visitantes distinguidos.
Seguimos hacia El Poblado. Quintas de recreo, campos primorosamente cuidados, fincas de los capitalistas de la Villa… Las torres de la iglesia de Envigado destacan en el cielo azul.
–¿Lo de la quebrada? Le pregunto a Jaramillo Sierra.
El hombre ríe, y me responde:
–Ya sé: es la quebrada de Ayurá. Tiene una buena fama, pues se cree que sus aguas gozan de una propiedad especial: incrementan la fecundidad de las mujeres. Alguna vez unos paisas que regresaban a Medellín después de dar una serenata, cayeron a la quebrada, con sus guitarras, sus bandolas y sus tiples. El baño fue bueno, y cuando los rescataron, era de verse cómo una prole opípara de guitarros, bandolitos y tiplitos, seguía a los emparrandados…
Pasamos la quebrada. Un hilo de agua gris, menudamente rumoroso, corriendo por sobre unos guijarros. ¿Quién lo creyera?
–¿Y por qué no explotan ustedes, comercialmente, las aguas de la Ayurá? Si las de Vichy tienen demanda universal, propongo, ¿no creen ustedes que las de Ayurá se venderían como pan?
Los efectos, los buenos efectos, según parece, sólo se logran mediante el sistema del baño. Pero vamos a ensayar con el sistema de beber las aguas, a ver qué resultados da.
Chicas de Envigado, cuya iglesia parroquial es de un curioso estilo arquitectónico, pasean bajo la tarde. La quebrada corre, levemente rumorosa, por su pista de guijas grises.
Hemos llegado de regreso al cerro de Nutibara. Parece un ‘chichaguy’ que hubiese salido al valle, un tumorcillo, un chichón ganado en cualquier riña. Se hizo una carretera, por la cual se asciende, fácilmente, hasta el tope del cerro.
Miramos. Un panorama de ensueño. Medellín la hermosa villa. Ha tenido un desarrollo prodigioso en los últimos años. Nuevos barrios. Sectores nuevos. Viviendas obreras. Corregimientos que ya están unidos al cuerpo de la ciudad. Se hará en Nutibara un hotel, un restaurante, una piscina. Será uno de los paseos más agradables de Medellín.
Regresamos. Cayó la sombra. Titilan las luces en lo bajo. Unas muchachas brincantes, reidoras suben al carro. Las bocas frescas, las voces rojas, esos cuerpos gráciles, ágiles… Quebrada de Ayurá.
José Joaquín Jiménez
Más conocido como ‘Ximénez’, fue un periodista bogotano especializado en crónica roja. Publicó en EL TIEMPO entre 1932 y 1946, y se hizo famoso por una serie de relatos sobre una ola de suicidios en el salto del Tequendama.
Fue bohemio de tiempo completo, con un gran sentido del humor y apasionado viajero.
Lo mejor de EL TIEMPO
Para rescatar sus mejores textos, EL TIEMPO le pidió al escritor Juan Esteban Constaín que escogiera las joyas narrativas y periodísticas que ha publicado este diario a lo largo de su historia. Esta es la cuarta entrega.
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