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Abusos

Dicen los que saben que el infierno es una línea de atención al cliente: que aquel que osa traicionar a un amigo, por ejemplo, se pasa la eternidad marcando en vano “uno” o “dos” o “tres” en busca de una voz viva a la que pueda reclamarle sus reveses de fortuna. Yo sólo sé que nos hemos acostumbrado a que abusen de nosotros. Que hoy ya he capoteado en el teléfono –la pregunta es quién habrá vendido mis datos– a un banco que me ha elegido entre todos los mortales para regalarme una tarjeta de crédito que no quiero, a una tienda de ropa que me ha recomendado irme preparando para los abrumadores días de navidad y a una revista que todavía no puede creer que yo no necesite suscribirme a otra revista. Y ahora reservo dos sillas para ver Cuestión de tiempo, antes de que salga de cartelera, a pesar del interrogatorio al que me somete un caradura que no tiene la culpa pero se oye culpable.
Ese es el problema de las líneas de atención al cliente: que ninguna de las dos partes quiere estar ahí. Y que la despedida, “recuerde que habló con Jesús”, suele ser lo más útil de todo.
Bogotá anda carísima. Sigue habiendo esquinas en las que es posible vivir con los precios de antes, pero, por cuenta de la segunda venida de “los extranjeros”, del inverosímil valor del poco suelo que nos queda en estos tiempos de trancones entre huecos, y del certificado aumento del poder adquisitivo de los bogotanos (ay, y de la pendejada “aspiracional”: comer es experimentar, vestir es reflexionar, vivir es especular a doce cuotas), en Bogotá se gasta en supervivencia una gran parte de lo que se gana, se trabaja el fin de semana para cubrir los bonos y las primas y las cuotas extraordinarias, se pagan arriendos de miles y miles de dólares en los cuatro puntos cardinales, se come la segunda Big Mac más cara del mundo, e ir a cine es uno de los pocos planes de viernes en la noche que aún no ponen en riesgo el patrimonio familiar.
Paramos en un almacén luminoso antes de llegar hasta el teatro: que si tengo tarjeta de puntos; que cuál es mi cédula, cuál mi correo electrónico y cuál mi teléfono; que por qué no quiero “anexar” el producto del mes –la crema dental que usa Shakira– a las barras de chocolate que acabo de comprar.
Seguimos sin embargo. Ya estamos a salvo en el cine porque el cine es para eso: el mundo es una reunión de alcohólicos anónimos, día por día por día, y ninguna historia sobra. Y no obstante, siguiendo el ejemplo de nuestros canales privados, que hacen lo que les da la gana con los televidentes, los exhibidores nos fuerzan a soportar por enésima vez un cortometraje colombiano que no tiene perdón de Dios y una serie de comerciales que solamente logran que la película empiece media hora tarde. Todo se perdona mientras suceden los dramas contundentes que hay hoy en cartelera, mientras Blue Jasmine, Gravedad, Rush, Capitán Phillips y Cuestión de tiempo nos recuerdan que vivir es llenarse de razones y de horas (y que, en la edad de oro de las series, el cine debe ser devastador, como el cuento frente a la novela), pero la realidad está esperando afuera.
Y el cajero electrónico cobra su propio impuesto. Y el parqueadero es un robo. Y ni las filas de camionetas gigantescas de burbuja económica que un día va a estallar, ni las invasivas ofertas por mensajes de texto que se cuelan en la noche, ni la inquietante sospecha de que el cliente ya no tiene toda la razón porque es solo una suma de datos, nos dejan volver a la casa de una vez. Y entonces, quizás porque Cuestión de tiempo ha sido sobre no perder de vista la vida, y dedicarse a ser un hijo y ser un padre, este viernes se ha tratado hasta el final de desacostumbrarse a los pequeños abusos de todos los días.
www.ricardosilvaromero.com
Ricardo Silva Romero
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