París, 1728. Un joven de 15 años, nacido en Langres (población del noreste francés), arriba a París para continuar sus estudios de Arte, Filosofía y Teología en la Universidad de la Sorbona. Es Denis Diderot Vigneron, hijo de un fabricante de cuchillos burgués y de su esposa, Angélique.
Su genialidad precoz, su deslumbrante acumulación de conocimiento, la recomendación de los jesuitas –que lidiaron con él– de sacarlo de provincia, y las divergencias con su padre, que habría preferido verlo convertido en clérigo en vez de crítico de la religión y del sistema dominante, lo hicieron instalarse en la capital. Había nacido el 5 de octubre de 1713 y desde muy niño su obsesión era el conocimiento adquirido por el camino de la razón y no del dogma o de la superstición.
De estatura mediana, ojos grandes, rasgos fuertes y frente despejada, Denis Diderot era indisciplinado, irreverente, culto y libertino. Desde su llegada a la metrópolis, se refundió en la Ciudad Luz, capturado por la efervescencia de la vida bohemia, el movimiento social de los cafés y su pasión por las mujeres.
A los 19 años ya era reconocido como ‘maestro de artes en grado de filosofía’ y ganaba parte de su vida dictando clases, haciendo traducciones y colaborando con la revista Mercure de France, cuando no acudiendo a su padre para completar sus copiosos gastos.
El cargo de asistente notarial lo perdió pronto, por falta de interés. Se hizo entonces traductor, tutor de niños, redactor de discursos y hasta actor de teatro; escribía lo que le encargaran, desde sermones curales hasta cartas ajenas, lo que fuera con tal de mantener el ritmo de su vida epicúrea y llevar a buen término el curso de sus ideas.
En 1743 publicó su traducción de La historia de Grecia, de Temple Stanyan, y se casó con la costurera Antoinette Champion, con quien tuvo cuatro hijos. Pero desde el primer año el escritor se consagró a una secuencia de amantes, la más culta y famosa de ellas Sophie Volland –al parecer su gran amor–, con quien mantendría hasta la muerte una relación de confidente, de la que quedó una colección epistolar de gran valor literario.
Entre 1745 y 1746, su nombre empezó a destacarse por su traducción del Ensayo sobre el mérito y la virtud, de Shaftesbury, así como por sus Pensamientos filosóficos, que el Parlamento de París condenó a “la laceración y la hoguera” por exponer “el veneno de las opiniones más criminales y absurdas de las que la depravación de la razón humana es capaz”. Su autor fue puesto en prisión durante varios meses, aunque después no pararía de escribir “venenos”.
Así publicó en 1748 la novela erótica Joyas indiscretas –que volvió a confrontarlo con las autoridades por ridiculizar la vida en las cortes y “referirse a los Misterios Sagrados con desprecio”– y Carta sobre los sordos y mudos.
Los años más álgidos comenzaban. Desde joven, su mente era un volcán a punto de hacer erupción contra las normas, la farsa política y el control del clero.
En 1747, el editor y librero francés André le Breton, impresor del rey, lo convocó para hacer una traducción de Chambers. Diderot aceptó y propuso además la creación de una obra monumental: la primera Enciclopedia que agrupara el conocimiento existente, entregada al público en fascículos periódicos por suscripción.
La Encyclopédie ou Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers constituyó la obra cumbre de la Ilustración, el máximo aporte del Siglo de la Luces, y una labor editorial titánica, acaso la mayor de todos los tiempos: 17 volúmenes, 11 anexos 18.000 páginas, 72.000 artículos. “El triunfo de la razón en tiempos irracionales”, en palabras de Philipp Blom.
Para Diderot, no se trataba de un simple compendio. Era la semilla de la libertad, del espíritu crítico, del acceso universal al saber. Debía instruir pero, sobre todo, alegrar y estimular, ser instrumento contra la ignorancia y la represión.
Para ello convocó a las mentes más brillantes (Voltaire, Rousseau, Montesquieu, Turgot, entre 140 famosos y anónimos más) y al matemático Jean le Rond D’Alembert, para que fuera codirector. Cada uno escribió sobre su tema y sólo Diderot escribía sobre todos. De hecho, fue el principal redactor, con más de 5.000 artículos suyos.
Desde lo básico hasta lo erudito, todo cabía. El colosal proyecto devoró veinticinco años de la vida de Diderot, quien tuvo que sortear toda clase de obstáculos y censuras delirantes. Amenazas, insultos y calumnias empezaron a llegar del clero, del Palacio Real, del Consejo del Rey, del Parlamento de París, de la Santa Sede. Más de una vez la impresión fue detenida o suspendida, calificada de subversiva, y el papa Clemente XIII repartió excomuniones por doquier.
Hasta Le Breton tuvo que ‘machetear’ diversos textos a escondidas para eliminar los apartes más polémicos, lo que causó la ira del escritor. Lo cierto es que todos, hasta D’Alembert, abandonaron en algún momento el calvario, excepto Diderot, quien, gracias al respaldo de Madame de Pompadour –amante favorita de Luis XV–, logró hacer derogar varias prohibiciones y permitir la salida de cada nuevo fascículo hasta concluir la obra, en 1772.
Para beneficio de las Letras, al escritor le quedó espacio para seguir produciendo su propia obra. El tercer y gran estallido de inconformidad lo hizo detonar en 1749, con la publicación de su ‘Carta sobre los ciegos para uso de los que pueden ver’. Otra vez lanza en ristre contra la religión. La monarquía francesa, harta de sus semillas de revuelta, lo declaró “peligroso” por “libertinaje intelectual”. El enciclopedista fue encarcelado al este de París, donde pocos días después lo visitó un tal Jean-Jacques Rousseau, todavía anónimo para la mayoría de los franceses, a quien había conocido en 1742.
Como suele ocurrir, el editor Le Breton murió millonario, mientras que el autor sorteando toda clase de dificultades. Ya en 1767 había tenido que vender su biblioteca a la zarina Catalina II de Rusia –de quien se dice fue consejero y amante– para poder dejarle una dote a su hija Angélique (la única de sus hijos que sobrevivió); y murió a los 70 años, el 31 de julio de 1784, sin ver los frutos materiales ni morales de lo que sembró.
Cinco años después, se produjo la Toma de la Bastilla, motivada por sus ideales, y la mayor parte de sus libros tuvieron que esperar 50 años para salir a la luz.
Lo cierto es que fue figura central del siglo XVIII, sentó los ideales de la Revolución, renovó el género de la novela y del drama burgués, fue el primer crítico de arte de la historia y, como dice Savater, “continúa gozando de prestigio en el mercado de valores intelectuales actual”.
¿Qué habría pensado el enciclopedista, 300 años después, de la difusión instantánea de saberes, las enciclopedias en línea, la transmisión multimedia y todas las ‘wikis’ que despliegan a la fecha una cantidad infinita de datos en un solo clic?
SOPHIA RODRÍGUEZ POUGUET
Especial para EL TIEMPO