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Abogados

Colombia es un juego que solo saben jugar los abogados. Detrás del escabroso ‘cartel de los jueces’ que esposaron hace poco, de ese temor patológico a ser investigados que paraliza a los funcionarios públicos y de la usurpación de las tierras a sangre y fuego y papeleo, se encuentra alguno de los 52.000 abogados que tenemos. “Buenos días, Doctor.” “Después de usted, Doctor.” Para qué estudiar algo más aquí en Colombia si la única lengua que nos sirve, a la hora de la verdad, es la lengua auxiliar del derecho. Que nadie diga que no tenemos leyes y letras menudas y parágrafos decimoctavos. Podrá afirmarse hasta el cansancio que este país aún no se ha acabado de escribir, pero no, nunca, que no se haya terminado de escriturar. Colombia es un clima en el que se dan en forma natural “los legisperitos”, “los jurisconsultos”. “Otrosí” es la primera palabra de miles de niños.
Y es hora de que aquella profesión –y luego la otra y la siguiente: una a una– piense en cuál ha sido su contribución a este enredo: a esta estrepitosa derrota del sentido común.
“Ponga el denuncio”, “debe actualizar su RUT”, “la fotocopia de la cédula es al 150 por ciento”: algún eminente jurista está detrás de nuestros peores lugares comunes. Y algún otro es cómplice de nuestras malas noticias: la contralora acusa al fiscal de corrupción justo cuando la fiscalía la investiga “por mal uso de las interceptaciones”; el alcalde de Bogotá, en sala de espera, sospecha que será destituido por el procurador; los más sesudos asesores del gobierno piensan en cómo convertir al Estado en la notaría de confianza de los terratenientes; y tres años después, por los amagues y las gambetas de los apoderados, la justicia aún no ha respondido la pregunta de si Luis Colmenares fue asesinado: hecha la trampa, hecha la ley. Es claro que aquí las normas tienden a servirles a aquellos que saben torcerlas. Que todo parece dado para que solo sobreviva bien aquel que tenga a su lado a un abogado que –como un escolta que le abre paso a su jefe– le diga cómo burlar las tretas legales.
Debo decir, en honor a la verdad, que he vivido rodeado de abogados incorruptibles que aún creen que la justicia contará la historia de cuánto nos costó ser una nación. Me sé los chistes: “Por qué se sabe que un abogado está mintiendo: porque sus labios se están moviendo”. He recopilado las escenas más dicientes: “Aquí todos somos honorables –se dicen, en una reunión de El Padrino, los peores capos del mundo–, y ahora no vamos a desconfiar del uno y del otro como si no fuéramos más que abogados.” Y me ha estado rondando en la cabeza, a la espera de un párrafo como este, el epígrafe de Charles Lamb con el que Harper Lee abre Matar a un ruiseñor: “Yo supongo que los abogados también fueron niños”.
Y por eso –con la esperanza de que los abogados no se rindan del todo al pragmatismo– me he estado preguntando qué diablos les estarán enseñando a los 30.000 estudiantes de las facultades de derecho del país, cómo estarán haciendo en la academia, en los días de la memoria y la reparación, para recobrar la idea de la justicia como puesta en escena de la verdad, y con qué otros adjetivos, además de “decepcionantes” e “irrelevantes”, podrán calificarse aquellos programas de estudio ahora que “la jurisprudencia” se ha vuelto una carrera técnica y “el Doctor” ha quedado reducido a notario de bolsillo, a secuaz.
Quiero decir que cada país tiene su propio infierno. Y que al noveno círculo del infierno de Colombia, allí donde están los más perversos, tendrían que ir hoy tantos “doctores” de cuello blanco que enmarañan a los indefensos para hacerse necesarios y legalizan a los que someten con la frase “así es el mundo” como excusa.
Ricardo Silva Romero
www.ricardosilvaromero.com
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