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'Tarde llega el alba', la novela que retrata a un esposo farsante

Fragmentos de un capítulo del libro, de Enrique Posada Cano.

Ni yo mismo logro entender cómo, cuándo ni por qué dejé de ser Jesús María Castaño, un colombiano sin profesión ni diplomas, para convertirme en Almario Riberos, un tanguista argentino, teatrero y hasta poeta.
No me levantaré. Esperaré a que sean las once, cogeré el bus en Las Nieves y llegaré unos minutos antes que Lucero al restaurante donde la conocí. Lucero Fuentes, una mujer que por la edad podría ser mi hija. Me trajo a vivir a este inquilinato luego de que llegué a Bogotá huyendo de mi propia familia. Ahí comenzó ese otro viaje, una incursión en la mentira que se extendió hasta cubrirme por entero. No podía dar un paso atrás, volver a mi hogar en Medellín. ¡Hogar! ¿Se podía llamar así ese infierno?
Mi aterrizaje aquí ocurrió hace más de dos años. En las dieciocho horas del viaje entre Medellín y Bogotá tejí mi futuro, me reinventé. Como no tenía recursos para transformar mi cara, decidí cambiarme de nombre, apellido y patria. La nueva sería una nacionalidad que valiera la pena. “¡Sería argentino!”. Con el trato de “vos” no tenía problema, pues el de nosotros los antioqueños era el mismo de los argentinos, pero ese dejo al hablar…, no podía permitir que me traicionara.
Viajo en mi Dodge con Lucero, quien, según ella misma me lo ha dicho, está embarazada de mí. Vamos a Sales, un pueblito del occidente, situado a una hora de Bogotá. Al salir de la capital por la Avenida 80, vendrá un paisaje de montañas, y a menos de una hora, siempre en descenso, saldremos del frío para entrar en un clima templado. A lado y lado, extensiones de pastizales cercados con alambres de púas. Ascendemos hasta un caserío metido entre capas de niebla que borran las estribaciones montañosas. Me llega desde todos los puntos cardinales un aroma a eucalipto quemado.
Iba para dos años de convivir con Lucero, y era tan linda, y yo llevaba todo ese tiempo engañándola… No sé si fue que de pronto empezó a atacarme la conciencia de la falsedad con la que yo cargaba; mi vida era una farsa, se componía de capas de mentiras que cubrían al falso excombatiente de una guerra y al padre secreto de unos hijos habidos con una mujer que también mantenía oculta.
De pronto, siento sobre los ojos el palmoteo de las manos de Lucero, quien me despabila con un grito:
–¡Eh! ¡Almario!
–Perdona –le digo–. Componía versos en la cabeza. Espera termino uno y te lo dicto.
¡Mentira! Lo que hacía no tenía nada que ver con versos; yo estaba nada más ni nada menos que reconstruyendo al menos un tercio de mi historia. Entre una curva y otra de la carretera, llego a mayo de 1957, año en que el destino me dio una voltereta, cuando me puso ante la disyuntiva de permanecer en Medellín y no ser ya más el héroe, sino el pobre diablo que Dora Giraldo, mi mujer oculta, dejó en vergüenza al aparecer con nuestros hijos en el Café Metropol de Medellín una mañana en que yo no estaba, para denunciarme ante Gonzalo Arango, Alberto Escobar Ángel, Levy Lopera y otros integrantes de la tertulia no sólo como un impostor literario, sino como padre irresponsable y la personificación misma de la mentira. En el rato que estuvo en el Metropol, destruyó de un tajo la imagen que yo me había forjado entre ellos como un veterano de la guerra de Corea que escribía en esos momentos una novela autobiográfica. Nunca pude leerles más que dos hojas de cuaderno encabezadas con el título de El héroe sencillamente porque eso fue lo único que pude escribir, y entonces, al tener como contertulios a escritores, creció mi compromiso, pasaba horas frente a la página en blanco, pero las palabras no salían, y yo no podía engañarme a mí mismo, pues lo que mataba mi inspiración no era solamente la obligación de alimentar cinco bocas, incluida la mía, sino también el hecho de que yo apenas había cursado el quinto año de primaria…
Callé luego de darme cuenta de que pensaba en voz alta y Lucero me había oído. Detuve el Dodge en un trecho de la carretera, me quedé con los ojos pegados a Lucero y exclamé:
–¡Mi vida, ay, Lucero!
Me contempló largamente y me dijo:
–¡Habla! Seguramente es más lo que sé de ti que lo que tú te imaginas.
–Llegó el momento, Lucero, el peso de los secretos me está jorobando.
–¡Cuéntame la verdad de tu vida, que yo veré cómo te agrego cosas.
–¿Agrego cosas? ¿Qué quieres decir con eso?
–¡Ay, Almario! Soy tal vez esa alma ingenua que flechaste en el restaurante Caballo Blanco, pero tengo la suficiente inteligencia para darme cuenta de que eres tan doble como una oblea.
Agregué:
–La mentira me carcome, quiero desprenderme de ella, pero no sé cómo empezar.
–Pues empieza por el final, Almario, será más fácil…
–Decime primero lo que vos sabés de mí.
Por primera vez la oí hablar con una propiedad desconocida, con la mirada puesta sobre la montaña, relatando episodios de mi pasado como si ella misma los hubiera vivido:
–Yo era apenas una niña cuando todo eso ocurrió; Levy me lo contó: Fue en Medellín, donde naciste, en una época en que en el país mandaba un militar de apellido Rojas. Levy pertenecía a un grupo de jóvenes que empezaban a escribir y se reunían casi a diario en un café llamado, llamado…
Le solté tres nombres:
–Metropol, La Bastilla, Zoratama…
–¡Eso! ¡Metropol! –Lucero resonó los dedos–. Allí llegaste una tarde sin carta de presentación, preguntando casi a grito pelado: “¿Es aquí a donde viene Gonzalo Arango?”, con una frescura increíble, como si ese personaje fuera tu amigo. Te sentaste, y antes de que te soltaran la primera pregunta, les dijiste que acababas de llegar de Corea, donde habías peleado como soldado del Batallón Colombia, y que sobre eso versaba tu nueva obra y, como para que te creyeran, les leíste el mismo texto que yo conozco, las mismas dos hojas de cuaderno. Se hizo de noche, y ellos, que eran gente educada, no te preguntaron nada, menos aún cosas tan personales como si eras casado y si tenías hijos.
Me sentí obligado a complementar:
–No mentía, Lucero, no mentía, esa novela se iba a llamar El héroe…
–¿Eras tan grande ya y sólo habías escrito dos páginas?
–Es que muy pronto descubrí que mi vena no estaba en la narración, sino en algo superior: la poesía.
–No hablemos de literatura, hablemos de ti: nunca estuviste en Corea, Jesús María… déjame empezar a llamarte por tu verdadero nombre.
Nunca antes sentí tan frontal su mirada, como si con ello quisiera decir que me había perdido no tanto el miedo, sino el mismo respeto, y continuó hablando:
–Levy me dijo que si naciste en 1935, tenías apenas dieciséis años cuando supuestamente te enrolaste en el Batallón Colombia; eso está prohibido por la ley, y el Gobierno no iba a hacerse el haraquiri. Claro que esos contertulios nunca se pusieron a pensar en estos detalles, los embaucaste con tus fábulas de guerrero, y contigo ocurrió lo que suele suceder en este país: que el narrador que se suicida vale más por la manera como muere que por su capacidad para narrar, y el poeta que se emperica vale más por el vicio que por sus versos.
La interrumpí, decidido a avergonzarla luego de oírle decir cosas que yo estaba seguro eran prestadas:
–No hagas que Levy hable por tus labios.
–No me importa lo que digas. Resolviste deslumbrarlos con esa aura de guerrero adolescente, novelista, teatrero y una lista de oficios con ribetes románticos. Pero fue Dora, la mujer con la que habías tenido tus hijos, quien se encargó de propinarte el golpe en la nuca. Habrías logrado al menos por un tiempo mantenerte dentro del grupo si Dora se hubiera quedado quieta en casa, a la espera de los mendrugos que le llevabas…
Poco me importaba en ese momento mi historia con Dora, que, tarde o temprano, lo sabía, tendría que abordar. Me interesaba, en cambio, saber hasta dónde Levy, en sus diálogos con Lucero, había avanzado en opiniones sobre mi obra.
–¡Ah, Levy! –exclamé.
–No soy nadie para juzgarte por tus versos, pero Levy sí.
Me encogí en el asiento. Lucero acababa de entrar en un terreno en el que yo me sentía demasiado vulnerable. Levy destacaba como uno de los más serios estudiosos de la literatura, y si lo que Lucero tenía entre manos de Levy no eran solamente palabras, sino un texto en letras de molde, ya podía yo irme despidiendo de los círculos intelectuales de la capital. Refugiarme en Sales o en un pueblo aún más internado en la montaña, era la salida que me quedaba.
* El autor dirige el Instituto Confucio y el Observatorio Asia Pacífico de la Universidad Jorge Tadeo Lozano.
ENRIQUE POSADA CANO
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