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Redundancia

En aviación, la seguridad es la redundancia. Cada sistema es reproducido 2 o 3 veces. Si falla un hidráulico, hay otro que lo sustituye. En la cabina hay desde una brújula tradicional hasta la aviónica digital más sofisticada. Pero lo que hace a los aviones más seguros no le sirve a la organización institucional del país.
Eso es lo que está pasando con los organismos de control. Tenemos un exceso de redundancia que, a diferencia de la aviación, produce el efecto contrario. Cuantos más sistemas existan, más débil es la capacidad del Estado para enfrentar la corrupción y el crimen. Recientemente se hicieron evidentes las consecuencias de este particular esquema institucional.
Independientemente del espectáculo protagonizado por la Señora Contralora en la Comisión de Acusación, y más allá de los temas personales argüidos por la funcionaria, ese choque de trenes es esencialmente inevitable, más allá de quién esté al mando de las ‘ías’.
La coexistencia de tantos órganos de control e investigación –la Contraloría, la Fiscalía, la Procuraduría, la Auditoría, la Personería y demás– representa una redundancia que le hace mucho mal al país. Aun cuando formalmente cada una de estas entidades tiene una jurisdicción y un rol diferentes, en la práctica estas se traslapan en su esfera de acción. Un buen ejemplo es el caso de Interbolsa, que por su naturaleza le correspondía a la llave Superintendencia Financiera-Fiscalía, pero el alto perfil político del asunto llevó a que todos quisieran meter la cucharada, lo que creó un caos procesal sin precedentes.
De acuerdo con lo previsto en los textos de ciencia política, cada entidad de estas –además de defender a muerte su espacio jurisdiccional– tiene que buscar ampliarlo y consolidarlo políticamente. Es del alma del sector público que se dé una rivalidad por el protagonismo, por el liderazgo, por la resonancia, más aún cuando se compite en un escenario donde no están claras las fronteras. Se produce lo que estamos viviendo. No solo es un tema de egos. Es la consecuencia ineludible de un diseño institucional que, por inercia, hemos permitido que prospere.
En otros países nunca se les ocurriría tener semejantes estructuras burocráticas haciendo esencialmente lo mismo. Por ejemplo, quien manda a la cárcel a un alcalde corrupto en los Estados Unidos no es precisamente un engendro parecido a la Procuraduría o a la Contraloría, sino el ente investigador. Claro que allá existe una oficina que vigila si el Estado cumple con sus objetivos y sus políticas, pero no tiene más de cincuenta funcionarios. En los procesos penales jamás se les ocurriría tener un funcionario dando opiniones y regaños al juez o al fiscal sobre cómo se debería conducir la causa.
Sin duda, algunas de las cabezas de esas instituciones también tienen aspiraciones políticas, lo cual contribuye al despelote. Así como tuvimos un presidente de la Corte Constitucional que brincó de su digna posición a una candidatura, mucho me temo que en sus corazoncitos –que nublan sus decisiones– quieran ser presidentes o vicepresidentes.
La prioridad de la reforma de la justicia no es la de meterse con las cortes o con los magistrados sino que de verdad racionalice las múltiples instancias que se sienten con el derecho de intervenir en el día a día de la función pública, de la actividad judicial, de la acción del Estado, de la capacidad del Ejecutivo de gobernar. Necesitamos menos control y más efectividad. Mientras logramos que este sistema lleno de redundancias se convierta en algo que deje atrás la cacofonía que hoy tiene al país en semejante confusión, hay que luchar por la revolución contra el autoritarismo. Ojalá.
Díctum. Van tres semanas y nada que responde quien tiene que responder.
GABRIEL SILVA LUJÁN
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