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Muerte y vida del sombrero

Eduardo Posada Carbó
Todo comenzó por una verruga, como las de mi abuelo Roberto. El médico que la examinó me dijo que sus hijas solo podían ir al mar en traje de baño entero, de buceadores. Sus advertencias sobre los males del sol para la piel fueron de miedo. Salí del consultorio directo a una tienda de sombreros.
Desde entonces, el sombrero es parte de mi atuendo diario. Como voy a la oficina en bicicleta o a pie, ando al aire libre siempre cubierto con sombrero. Tengo dos, para las distintas estaciones. Uno de lana canadiense, asegurado en el momento de su compra contra su eventual pérdida, que me protege de las lluvias. El otro es de paja, liviano, para el verano. Mantengo también una cachucha de béisbol, ideal para nadar.
Hoy casi nadie se pone sombrero. Ni en Inglaterra ni en Colombia. No fue así en el pasado.
Baste una mirada a la selección de retratos que hizo Malcolm Deas para el libro Colombia a través de la fotografía, editado por la Fundación Mapfre. Desde una de las más tempranas fotos tomadas en el país –del general Mosquera jugando ajedrez en prisión con su sirviente–, se destaca la presencia del sombrero en el escenario nacional.
Su uso era ciertamente de rigor entre los dirigentes políticos y empresariales. Ya se tratara de un almuerzo campestre, como el ofrecido por el presidente Marroquín en la sabana de Bogotá en 1900, o de una reunión de los exportadores de café en Manizales veinte años después, todos vestían con sombrero, los unos de copa, los otros de variados estilos.
Su uso era, sin embargo, generalizado en todas las clases sociales, en todas las regiones colombianas. Para los peones de haciendas en Cundinamarca, hombres y mujeres, o los bogas de champanes en el Magdalena, el sombrero era un atuendo de trabajo necesario. En la inauguración del tranvía en Parque Berrío, en 1928, casi todos llevaban sombreros, hasta niños y adolescentes humildes y descalzos.
Las celebraciones cívicas, como las fiestas del centenario en Bucaramanga, en 1910, eran ocasiones especiales para lucir sombreros. Los retratos de otras manifestaciones públicas, como el de la multitud que aclamó a Marco Fidel Suárez en Santa Rosa de Cabal, se confunden con una ola interminable de sombreros.
Algunas formas de cubrirse la cabeza adquirían, ayer como hoy, connotaciones políticas o religiosas. Pero, por encima de las diferencias ideológicas, todos usaban sombreros. De ello dan testimonio las fotos de los bolcheviques del Líbano en el Tolima, en 1929, o las protestas contra el general Cortés Vargas en Bogotá un año antes. O retratos de María Cano.
Ciertos tipos se asociaban con las jerarquías, como el de copa, que Enrique Olaya Herrera levantaba en su mano al saludar a quienes lo aclamaban durante su inauguración presidencial. El borsalino fue tal vez el preferido entre los dirigentes políticos, quienes, aún en la década de los 50, como lo muestra un retrato de Alfonso López Pumarejo y Carlos Lleras Restrepo rumbo al exilio, favorecían el uso del sombrero.
Hoy parece ser más un atuendo de campo que de ciudad. A ratos domina los espectáculos como el carnaval o las carreras de caballos en Ascot (Inglaterra), la más extravagante fiesta femenina del sombrero. Pero en algunos casos, como en la Venezuela de Hugo Chávez, la boina roja se popularizó con poder simbólico.
Mi descubrimiento del sombrero tuvo orígenes medicinales. Por fortuna, la verruga no era maligna. Pero las advertencias del dermatólogo fueron suficientes para cubrirme desde entonces la cabeza. Y mi favorito es el sombrero de Panamá, que Colombia exportó con buenos éxitos en el siglo XIX.
Eduardo Posada Carbó
Eduardo Posada Carbó
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