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Lo que tiene en jaque al agro colombiano

La concentración de la tierra, la violencia y el rezago tecnológico, entre los problemas del sector.

No hay que ir hasta una finca para detectar la crisis del sector agropecuario. Se ve en las calles de las ciudades e incluso en los pueblos. Los problemas del agro vienen en un kilo de plátano, papa o arroz y hasta en el cilantro que se comercializa en los supermercados y en las tiendas de barrio. Cualquier producto de la pequeña agricultura es un espejo de lo que le sucede al campo colombiano.
La crisis tiene un eje central. Cada vez que sale una cosecha, los precios caen y los ingresos de muchos cultivadores, especialmente de los más pequeños, no alcanzan para cubrir los costos de producción. Eso significa que miles de campesinos trabajan a pérdida o apenas para sobrevivir. (Lea también: El campo parece otro país
“No es posible que yo tenga que esperar un poco más de un año a que una mata de plátano produzca un racimo, para luego venderlo en 1.500 pesos”, dice Antonio Cuéllar, un campesino que tiene una finca de cinco hectáreas en la vereda Regueros, en Pitalito (Huila). El problema es que ese mismo racimo cuesta unos 10.000 pesos en las grandes ciudades, o más. En Bogotá, por ejemplo, un solo plátano vale entre 200 y 400 pesos.
En conclusión, quien lo cultivó, preparó el suelo, sembró la semilla, hizo las desyerbas, fertilizó y recolectó la cosecha, además de que asumió los riesgos de inundación, vendaval, sequía y enfermedades y plagas, entre otras labores, y esperó más de un año para producirlo y sacarlo al mercado, al final de esta cadena recibió menos de una quinta parte del precio que pagó el consumidor. (Lea también: Importación y producción local: equilibrio complejo / Análisis)
Este fenómeno se repite con todos los productos perecederos, e incluso con los granos, el algodón y otras materias primas de la producción industrial.
Pero el oscuro panorama no es de ahora. Las quejas de hoy parecen copiadas de las que pronunciaban en los años 70 los directivos de la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (Anuc), hoy prácticamente desaparecida. En su momento, esa organización era la encargada de liderar protestas como las que realizan por estos días los movimientos de dignidad agropecuaria, atomizados en sus respectivas actividades –café, papa, leche, arroz, cacao, cebolla, etc.–. (Lea también: TLC no son el 'coco', pero pueden serlo)
Y cada año aumenta más la brecha social entre campo y ciudad. Según cifras del Dane, a 2012, la pobreza en el sector rural era del 46,8 por ciento, frente al 28,4 por ciento del área urbana; el 84,9 por ciento de la población campesina registraba bajo logro educativo; el analfabetismo era del 26,3 por ciento y el 93 por ciento no tenía empleo formal.
La situación es tan compleja que pareciera que la crisis rural se asemejara a un cultivo permanente. Lleva décadas presente, como si no hubiera espacio para pasar a otro capítulo de la historia. (Lea también: Recetas para un sector 'enfermo')
Un factor importante es el de la concentración de la propiedad de la tierra. Un tema que ha generado numerosas protestas campesinas, sin que aún se llegue a una solución. Varios proyectos de reforma agraria, incluso aprobados en el Congreso, como el del expresidente Carlos Lleras Restrepo, han fracasado. Y el asunto es tan capital, que hace parte de los diálogos de paz de La Habana. De los 2,4 millones de propietarios de predios privados que hay en el campo colombiano, apenas 91.200 (el 3,8 por ciento) tienen más de 200 hectáreas.
Aunque existen diferencias en las condiciones en que se desarrolla la pequeña y la gran agricultura, hay muchos problemas comunes a las dos formas de producción.
Rezago tecnológico, alta exposición a la competencia sin preparación, institucionalidad débil, falta de asistencia técnica, tasas de interés por encima de las que rigen para el sector urbano, deficiente infraestructura y políticas con sesgo antiagrario hacen parte de la larga lista de reclamos de los productores. (Lea también: Potencia agrícola / Análisis)
A pesar de que la comercialización es una de las mayores dificultades de la actividad agropecuaria en general, la inseguridad generada por los grupos armados al margen de la ley también tiene un impacto altamente negativo. “Esto ahuyenta a los inversionistas y frena cualquier desarrollo”, dice el exviceministro de Agricultura y consultor Luis Arango Nieto.
Este fenómeno, sumado a las contingencias de tipo natural, aumenta la percepción de riesgo en contra del sector, lo que a su vez hace subir las tasas de interés. En el Banco Agrario, que es estatal, el interés para las líneas con recursos de Finagro son del DTF más 8 puntos, efectivo anual, es decir alrededor del 12 por ciento, cuando algunos bancos otorgan crédito de libre inversión al 10 ciento efectivo anual.
La situación se complica aún más para los productores que no tienen acceso a crédito bancario, bien sea porque no tienen una historia crediticia sin enmiendas o porque no les gusta acudir a la banca debido al exceso de trámites. Muchos prefieren acudir a la financiación dada por los proveedores de insumos y semillas, y soportan la deuda con la cosecha. En estos casos, los financiadores no solo les venden los fertilizantes y los plaguicidas a precios más altos, sino que las tasas pueden llegar hasta la usura.
De otro lado, el rezago tecnológico del campo es evidente. Por ejemplo, en el caso del arroz, mientras el país produce entre 5,5 y 6 toneladas por hectárea de paddy seco, en Estados Unidos el promedio nacional es de 8,2 toneladas. Y ni qué decir de los costos. Siguiendo el caso del arroz, producir una tonelada cuesta 483 dólares, en tanto que en Estados Unidos apenas llega a 364 dólares.
La asistencia técnica está cada vez más rezagada. En la última década, el país debilitó el modelo de la Unidades Municipales de Asistencia Técnica (Umatas) y pasó a un sistema de contratación de este servicio con la empresa privada. “El Ministerio de Agricultura no tiene capacidad para hacer seguimiento a la efectividad de la asistencia que prestan las empresas particulares contratadas por tal fin, y tampoco hay mucha certeza sobre las competencias de los contratistas”, dice José Leibovich, experto en temas de política agropecuaria.
A los anteriores obstáculos se suma el atraso del país en infraestructura. No se trata solamente de la falta de vías para sacar las cosechas, sino de la carencia de centros de secamiento, bodegaje y enfriamiento de productos como la leche o las frutas, para tener un manejo de inventarios que reduzca los picos de oferta y regularice los precios.
Poca acción
En realidad, más problemas no caben. El resultado está a la vista: el Producto Interno Bruto agropecuario ha crecido en promedio 1,9 por ciento anual en la última década, mientras que la economía en general muestra un desempeño de 4,7 por ciento en el mismo periodo. En medio de las dificultades, algunos consideran que lo más complicado es que hay mucho diagnóstico, pero poca acción. “El campo está sobrediagnosticado. Los problemas los conocemos, pero no ha habido voluntad política para solucionarlos. Hay mucha opinión, pero poca acción”, afirma Rafael Mejía, presidente de la Sociedad de Agricultores de Colombia.
Por su parte, los gremios reconocen que durante mucho tiempo buena parte de su labor se ha concentrado en presentar pliegos a los gobiernos de turno, algunas veces con mejores resultados que otras. Sin embargo, las soluciones no pasan de ser transitorias y con beneficios enfocados hacia quienes presentaron las reclamaciones, incentivando así la estrategia de que ‘el que no llora no mama’. José Leibovich considera que los problemas del campo tienen su origen en la debilidad de las instituciones públicas del sector y en la costumbre de hacer política agropecuaria bajo la presión de paros, protestas y reclamos de determinados sectores.
En lo que sí hay grandes diferencias es en las opiniones sobre la conveniencia o no de los Tratados de Libre Comercio (TLC) negociados por el país. Buena parte de los agricultores los rechazan. Es más, la última encuesta de Gallup reflejó una fuerte oposición de quienes fueron consultados en Bogotá, Medellín, Cali, Barranquilla y Bucaramanga. Los académicos del tema agropecuario coinciden en que no hay razón para dar un reversazo en los TLC porque estos, a cambio de ser una amenaza, ofrecen grandes oportunidades a la agricultura.
Para rematar la escena del agro colombiano, los productores están divididos entre los agremiados que mantienen en permanente contacto con el Gobierno y los que últimamente se han unido en los denominados movimientos de dignidad.
En conclusión, la crisis del campo colombiano no llegó por casualidad. El país sigue recogiendo la cosecha que lo que sembró durante muchos años: una política agropecuaria de muy ‘bajos rendimientos’.
ÉDMER TOVAR MARTÍNEZ
Editor de Portafolio
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