Mientras que el presidente Barack Obama, las autoridades federales encargadas de la seguridad nacional y el liderazgo demócrata y republicano dentro del Congreso siguen defendiendo la continuación de los programas de vigilancia de sus ciudadanos y en países aliados, un buen segmento de la opinión pública, y un grupo cada vez mayor de representantes en la cámara baja, finalmente empieza a manifestar su preocupación por las violaciones de la privacidad y a plantear que se modifiquen las leyes que permiten el monitoreo masivo de llamadas telefónicas y correos electrónicos de los ciudadanos.
Nadie duda de que el terrorismo representa un grave peligro para el país. Los ataques contra las Torres Gemelas y los atentados en Irak y Afganistán, en Arabia Saudita, en Bengasi y en Boston han sido dolorosos recordatorios del poder de organizaciones terroristas como Al Qaeda y de su empeño por dañar a Estados Unidos.
Lo que se cuestiona, afortunadamente cada vez con mayor ahínco, es la legalidad, la racionalidad y la efectividad de las acciones que el gobierno estadounidense ha puesto en práctica para defender al país, y si la reacción ha sido desproporcionada, violatoria de leyes nacionales e internacionales y atentatoria contra el principio fundamental que dicen querer defender: la libertad individual.
Si para valorar el desempeño de las autoridades hacemos un análisis de costo-beneficio, el balance sería demoledor contra el gobierno. El gasto es desproporcionado, porque del 2001 a la fecha se han gastado aproximadamente 8 billones de dólares (8 trillones, en inglés) para defender al país del terrorismo internacional, pero cuando se les pide a las autoridades que mencionen casos específicos de atentados frustrados gracias al controvertido programa de espionaje la cosecha se reduce a un caso: un hombre en San Diego que envió 8.500 dólares a un grupo afiliado a Al Qaeda en Somalia. Aun reconociendo que las cifras reales sobre el número de atentados que han sido frustrados gracias a los diversos programas de defensa es casi imposible de precisar, e inclusive acreditando la posible veracidad de un reporte de la muy conservadora Heritage Foundation, que dice que del 2001 a la fecha se han frustrado entre 50 y 60 atentados, el balance sigue siendo estrepitosamente deficitario.
Algo semejante sucede cuando se busca precisar el número de estadounidenses muertos en atentados terroristas. Según la revista alemana Der Spiegel, del 2005 a la fecha habrán muerto unos 23 estadounidenses en atentados dentro y fuera de EE. UU. Algunas publicaciones norteamericanas sostienen que además de los casi tres mil que murieron el 11 de septiembre, el número de muertos en atentados terroristas llegaría a 150.
Ante estas cifras, no queda otra alternativa que cuestionar el argumento de las autoridades de que el propósito de los programas de espionaje es salvar vidas. Peor aún, si de salvar vidas se trata, ¿no sería más efectivo imponer un control racional a la venta de armas de fuego con las que anualmente se mata a más de 30.000 estadounidenses?
Si el motivo del programa es la defensa de la libertad de los estadounidenses, ¿no resulta contradictorio restringirles su libertad espiándolos? Y hablando de libertades, ¿resulta exagerado exigir que se respete la privacidad de mis conversaciones telefónicas y mis correos electrónicos?
El gobierno ha asegurado a los ciudadanos que solo revisa el contenido de las comunicaciones privadas conectadas a individuos identificados como terroristas y no las del resto de la gente. El problema con esta inverosímil declaración del gobierno es que exige confiar ciegamente en la mismas autoridades que ya violaron su esfera privada, y esto es no un acto sino un salto de fe muy difícil de dar.