Cuando en los años 80 del siglo pasado abrí en Managua la caja donde venía mi primera computadora, yo mismo la instalé, siguiendo de manera febril las instrucciones del manual, y no quedé en paz hasta que pude teclear la primera palabra en la pantalla verde, mientras la señal del cursor me incitaba a seguir adelante. Del correo electrónico oí hablar primero de manera lejana, un asunto curioso. El teléfono celular me pareció un juguete raro. Y recuerdo que la revista Time registraba en cada número los sitios web más atractivos, tarea que sería hoy inútil porque hay millones.
Las impresoras de entonces eran rudimentarias, pero hoy han logrado eliminar de nuestras mentes el concepto de original y copia. Una impresora solo produce originales, y esto que parece tan simple ha significado la alteración de todo un concepto filosófico. A las impresoras en tercera dimensión se las menciona de manera esporádica, también como una curiosidad, a pesar de que estamos entrando en una nueva era, como antes con la aparición de la imprenta, o de la máquina de vapor, o de las computadoras.
Una impresora en tercera dimensión también usa cartuchos, pero son de polvos de resinas, polímeros y tintes; y en lugar de imprimir sobre el papel, va agregando capa tras capa hasta formar objetos, siguiendo las instrucciones de un programa digital. Juguetes, adornos de mesa, pulseras de reloj, pendientes, broches, adornos de Navidad.
La fabricación de estos objetos, que ha dependido hasta ahora de un proceso industrial, bajo una marca registrada, se hace ya de manera doméstica. Desde su propio hogar, cualquiera puede buscar en Internet el diseño que le convenga e imprimirlo.
Una impresora tridimensional que produce objetos de hasta 28 por 15 por 16 centímetros en toda la gama de colores, usando plástico biodegradable, cuesta hoy unos 2.000 dólares, y las hay para objetos de mayor tamaño, que llegan a costar 10.000; pero ya se sabe que estos precios tienden a bajar. Las impresoras en tercera dimensión están en su infancia, pero, además, fabrican ya prótesis médicas, con la ventaja de que son hechas de acuerdo con las necesidades de cada paciente. Y también piezas de maquinaria industrial, de automóviles, de aviones, o de barcos, como lo está haciendo ya la Marina de Estados Unidos. En Holanda, la impresora KamerMaker, la más grande del mundo, utiliza un bioplástico obtenido del maíz, y fibras de madera, para imprimir paredes, techos y demás componentes y muebles de edificios. El primero de ellos se alzará en Ámsterdam.
La Nasa está probando la impresión de comidas, pasteles de chocolate, pizas y galletas, donde las resinas y polímeros serán sustituidos por polvos de proteínas, carbohidratos y grasas, y otros componentes les darán los sabores y hasta los olores. ¿Y la carne? Existe un proyecto para imprimir “vitrocarne”, formada por las mismas células que hay en un buen filete. En el futuro, no lo dudemos, estos platos llegarán también a los restaurantes.
¡Ropa! Se reciclarán los filamentos de la ropa vieja para imprimir prendas a la medida en la propia casa, el diseño y los colores al gusto de cada quien, con lo que las grandes fábricas de textiles situadas en el tercer mundo llegarán un día a desaparecer.
Pero también pueden imprimirse armas de fuego. Cody Wilson, un estudiante de la Universidad de Texas, creó una pistola hecha de resina que muy pronto podrá reproducirse a domicilio, “para defender la libertad civil del acceso del pueblo a las armas”, como proclama su inventor.
La impresión en tres dimensiones revolucionará, por tanto, el comercio mundial y el transporte internacional, disminuirá el traslado de carga y, por tanto, el número y el tamaño de los barcos que surcan los océanos.
¿Y los seres humanos? Todavía no se habla de imprimirlos.
Sergio Ramírez
www.sergioramirez.com