Hace ya muchos años tuve la inmensa fortuna de pasar una temporada en Grecia. Mi marido era entonces un joven profesor de Cultura Griega y se le presentó la posibilidad de viajar para estudiar, in situ, los lugares donde se supone ocurrieron los hechos que dieron lugar a la guerra de Troya, y donde surgieron la democracia, la tragedia y el pensamiento filosófico.
Para quienes estudiamos en la universidad por los años sesenta y setenta del siglo pasado, nuestra formación estaba cimentada en la cultura humanista y en la lectura de los textos clásicos porque los programas académicos enfatizaban que Grecia constituía el punto de partida del llamado ‘pensamiento de Occidente’. Los poemas homéricos, la tragedia griega, Sócrates, Platón y Aristóteles sentaron las bases de nuestra formación profesional.
Después de las visitas a los sitios arqueológicos y de contemplar la arquitectura de los templos, los teatros y las acrópolis, me deleitaba con la lectura de Los mitos griegos, de Robert Graves. Admirábamos en las esculturas la perfección de las formas alcanzada en los tiempos clásicos. Pero entre todas estas grandes manifestaciones, encontraba particularmente fascinantes las cerámicas que me asombraban por sus formas armoniosas y por su belleza. Estas, con sus variaciones de colores y de decorados nos iban hablando del cambio de los tiempos. De las formas orgánicas de Micenas y Creta pasamos a las primeras representaciones geométricas de hombres, animales y procesiones funerarias y, poco a poco, fueron surgiendo las influencias orientalizantes, los vasos rojos con figuras negras y los negros con figuras rojas, en razón de las técnicas de cocción, al tiempo que las representaciones se tornaban cada vez más realistas y perfectas. Uno de los aspectos que más me atraía era que en cada vasija se contaban historias y escenas de relatos, como si un fotógrafo hubiera aparecido en el instante en que se producía algún acontecimiento extraordinario: la visita de un dios, el triunfo de un atleta o el dolor de una madre ante la tumba de su hijo.
El contacto con mitos y leyendas de la antigüedad se había dado, en nuestro medio, a través de la literatura, pero no habíamos tenido acceso a las representaciones visuales que los mismos griegos habían hecho de sus propias costumbres y de sus temas fundamentales. Me hacía ilusión pensar que algún día se pudiera ver en Colombia algunos ejemplos de estas piezas. Por eso, desde cuando asumí en el Museo la tarea de coordinar las exposiciones temporales, me entusiasmaba la posibilidad de poder conseguir una exposición que permitiera admirar piezas originales de la antigüedad clásica.
Con estos pensamientos en mente le comuniqué hace 3 años este deseo al agregado cultural de la Embajada de Francia, Thierry Bayle, quien me ayudó a establecer el contacto con la Dirección de antigüedades griegas, etruscas y romanas del Museo del Louvre, al que formulamos una solicitud que fue atendida con entusiasmo y no sin cierta curiosidad acerca de por qué una exposición de cerámica de la antigua Grecia podía ser tan interesante para Colombia. Hubo, por supuesto, que recordar nuestros vínculos históricos con la cultura europea, y, claro está, hacer referencia a una tradición académica de notables filólogos que tradujeron y divulgaron en nuestro país los textos clásicos. Solicitamos, entonces, que de ser posible, la exposición tuviera como hilo conductor los mitos y dioses a través de una selección de su vasta colección de la Galería Campana.
Era necesario un tema atractivo para nuestros públicos, ya que si bien es cierto que la educación en las humanidades no está al orden del día, la vigencia y el interés por las aventuras de héroes y dioses narradas en los mitos, que continúan siendo apasionantes, atraerían visitantes. Por otra parte, la cerámica griega, con su enorme riqueza técnica y formal, permite conocer la representación del mundo griego más que a través de ningún otro soporte. Si bien existieron, según los testimonios de cronistas y viajeros, grandes pinturas murales, estas desaparecieron como consecuencia de guerras y calamidades naturales. Existieron también representaciones en textiles, madera y marfil que se deshicieron con el paso del tiempo. Y si bien conocemos algunas pocas representaciones en metales finos, como oro, plata y bronce, estos fueron sometidos al vandalismo, el pillaje y la fundición para reducirlos a materia de intercambio comercial. La cerámica, cuya mejor y más abundante producción se desarrolló entre los siglos VIII y IV a. C. circuló por todo el Mediterráneo y constituyó una importante fuente de recursos especialmente para la región del Ática en los siglos VI y V a C. Fue paradójicamente su escaso valor intrínseco, para los perseguidores de tesoros, lo que permitió que permanecieran intactas miles de piezas o que pudieran recuperarse fragmentos fáciles de reconstruir. Es por eso que la cerámica antigua permite conocer, más que a través de cualquier otra manifestación, la cultura helénica no solo continental sino la de los territorios de ultramar, de Italia y del Asia Menor. Si nuestra intención era abrir una ventana que conectara a nuestros visitantes con temas fundamentales del mundo griego, pensamos que las cerámicas permitían, como ninguna otra manifestación artística, el acceso a las representaciones visuales de los temas de las divinidades y las prácticas religiosas de la sociedad griega antigua.
La curadora de la colección de cerámica del Louvre, Anne Coulié, con su equipo de investigadoras nos propusieron una extraordinaria selección de piezas agrupadas en torno a tres temas que son los ejes de la exposición: El panteón griego, La religión en la ciudad y la Religión en la esfera privada. Esperamos que la calidad excepcional de las piezas y la sala pedagógica, que complemente la muestra, contribuyan a seducir no solo a estudiosos sino al público en general, y que muchos visitantes se lleven consigo el interés por explorar acerca del inagotable mundo antiguo.
Por MARÍA VICTORIA DE ROBAYO
Directora del Museo Nacional de Colombia
Muestra: 11 julio a 13 octubre.