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Ni constituyente ni referendo

Mauricio Vargas
Si los diez puntos que la semana pasada las Farc presentaron como sus “mínimos” para alcanzar un acuerdo en el campo de su participación política son de verdad los mínimos de esa organización terrorista, entonces los días de la negociación en La Habana están contados y el premio Nobel para el presidente Juan Manuel Santos y ‘Timochenko’ tendrá que esperar. Los mínimos de cualquier negociación son los inamovibles y, en este caso, las Farc plantean algunos inaceptables. Tanto que el propio Gobierno, con la plena legitimidad de su líder negociador, Humberto de la Calle, salió a rechazar de entrada el principal: la convocatoria de una asamblea constituyente.
Para empezar, no es serio que un país celebre constituyentes cada cuarto de siglo. Pero, en segundo lugar, y quizás más importante, es que un acuerdo de paz para acabar un conflicto armado interno puede derivar en una constituyente cuando el bando rebelde representa a una porción significativa de la sociedad. En Irlanda del Norte, el Ira representaba a un sector muy importante de los católicos. En Sudáfrica, el movimiento antiapartheid era vocero de grandes masas de negros sometidos por décadas a la dictadura blanca. En Oriente Próximo, los movimientos palestinos de liberación actúan a nombre de millones de árabes. Y eso les da un cierto grado de legitimidad para hacer exigencias con miras a replantear las reglas políticas de esos Estados.
Pero, en Colombia, ¿a quién demonios representan las Farc? ¿A los campesinos a quienes han masacrado y cuyos hijos han reclutado a la fuerza? ¿A los obreros de las ciudades, que, en todas las encuestas, rechazan 9 a 1 a ese grupo terrorista? ¿A la izquierda legal, que les pide a gritos que dejen la guerra para que esa misma izquierda pueda por fin crecer políticamente? ‘Márquez’ y sus secuaces todavía creen que ellos son la voz de medio país y que, en esa calidad, tienen derecho a pactar con la sociedad un nuevo Estado. Pero esos no son más que delirios nostálgicos del poderío militar –que jamás político– que alcanzaron en otros tiempos.
Como si fuera poco, las Farc plantean que solo dejarán las armas –sin entregarlas, por cierto– después de la constituyente, porque las armas son su garantía de que la nueva constitución será lo que ellas quieran. Es decir, será una constituyente secuestrada, obligada a hacer lo que las Farc digan. Y, peor aún, eso quiere decir que estas participarán en esa constituyente a la vez como partido político y como grupo armado. ¡Esa fatal combinación fue la que desató la guerra sucia contra la Unión Patriótica en los años 80!
¿Y un referendo en el que los votantes ratifiquen los acuerdos de La Habana? En este caso, el que corre un riesgo enorme es el Gobierno. Si al final hay acuerdo con las Farc, será la luna de miel del proceso. Pero luego vendrá la realidad del matrimonio: aplicar esos tratados. Convencer a la gente de que los comandantes que desataron la mayor oleada de secuestros que la humanidad recuerde –de casi 40.000, un tercio son de las Farc, como lo establece el excelente informe del investigador César Caballero, de Cifras y Conceptos– pasen a la vida civil sin una temporada en la cárcel no será cosa sencilla. Y menos aún si el argumento es que una refrendación popular en las urnas evitará que sean procesados en tribunales internacionales: será una razón más para que la gente vote ‘no’.
Además, un referendo tiene que ir primero al Congreso. Y allí los congresistas le pueden colgar ‘micos’ de distinta especie. Eso pasó en Guatemala en 1999, cuando llevaron los acuerdos de paz a referendo: solo votó el 18 por ciento del censo electoral, y cerca del 60 rechazó los acuerdos. Los tratados se mantuvieron por voluntad de las partes, pero perdieron algo de su legitimidad. Y eso no debe pasar en Colombia.
Mauricio Vargas
Mauricio Vargas
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