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Adopción

Son cinco hermanos de 10, 7, 5, 3 y 2 años que no tienen paz. Digamos que su apellido es Rivera para que sea claro que sí existen pero que hay que protegerlos. Desde hace meses y meses, rescatados de unos padres fantasmales que ni los cuidan ni los dejan vivir, se han convertido en víctimas de un enrevesado sistema de protección de menores que a la hora de la verdad es otra trampa. El ICBF, que no da abasto en su labor, los trajo en julio del 2011 a este hogar de paso porque la madre apenas les daba de comer. Cinco meses después, en Navidad, les dio la noticia de que vivirían en la asolada casa de su padre. Y sí: así fue. Pero en mayo del 2012, violentados, maltrechos e infestados de piojos según el reporte, fueron trasladados a un centro de protección en el que sobrevivieron –sin educación, sin visitas, sin tratamientos– hasta comienzos de este año.
Han estado bien desde el día en que volvieron a este lugar en donde sí hay remedio. Pasan las madrugadas en vela, sin embargo, porque un defensor de familia ajeno al caso les devolvió a los papás que los abandonaron el poder de prometerles e incumplirles. Y el uno y la otra se la pasan diciéndoles la mentira de que algún día vendrán.
Querrían, los cinco hermanos Rivera, dar con unos padres de verdad, pero lo más posible es que eso no llegue a ocurrir.
Porque su historia está pasando en Colombia. Y Colombia sucede en la letra menuda: es una burocracia representativa y aplican condiciones y restricciones y no se responde por robos ni extravíos. Todo, incluso los sermones en falso de la iglesia del cardenal Salazar (“nos oponemos a que los menores de edad puedan ser confiados en adopción a parejas del mismo sexo”), parece tejido para entorpecerles la vida a quienes apenas la tienen.
Si hay miles y miles de niños en la situación de los Rivera es porque el ICBF ha convertido en política la frase “la adopción debe ser el último recurso”, porque un documental irresponsable ha hecho creer que aquí adoptar es comprar menores, el miedo a las sanciones disciplinarias ha convertido a ciertos funcionarios en persecutores de los centros privados (a propósito: el próximo martes la emblemática Fundación Los Pisingos, que padeció a un gerente infame pero pagó ya todas sus deudas, tendría que recobrar la licencia que perdió injustamente), y la Corte Constitucional, llevándoles la contraria a la ley de infancia y adolescencia y al artículo 44 de la Constitución, sentenció en el 2011 que antes de entregarle un huérfano a la familia que lo espera debe acudirse a sus parientes hasta el sexto grado de consanguinidad: Adán y Eva.
El escritor Jorge Franco, padre adoptivo de una niña a la que llama “el regalo de mi vida”, ha estado enviándoles a quienes corresponde una carta en la que le hace frente al absurdo. Por cuenta de ese papeleo miserable, recuerda, “en solo un año las adopciones en Colombia bajaron de 2.700 a 1.400”. Y, con el propósito de corregir esa estadística que mide nuestra vocación a arruinar lo que funciona y que vuelve invisibles a estos cinco hermanos que esperan en vano, no solo invita a reconocer que la adopción es “una solución feliz al abandono de los niños”, sino que pone en evidencia que el problema de fondo es que el género de esta sociedad aún hoy es la tragedia: que la sangre sigue poniéndose por encima de todo –por encima, incluso, del derecho a una infancia– como una condena.
Podría pensarse que estamos más cerca de la psicopatía que de la compasión, y que la humanidad no es algo que se tiene sino algo que se alcanza, y que estamos muy lejos de ello. Pero antes hay que seguirles preguntando a quienes corresponde, a los burócratas, los sensacionalistas y los jueces, qué se siente perder el tiempo y la vida de los otros.
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