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Las constituyentes en la historia

Al gran pensador y analista del acontecer nacional expresidente Alberto Lleras se atribuye la frase de que en Colombia –con movimientos insurgentes de distinta orientación desde el siglo XIX hasta nuestros días– cada guerrillero lleva en su mochila un proyecto de Constitución.
Esa idea corresponde a la tendencia muy colombiana de considerar que todos los problemas, en últimas, se solucionan cambiando la Constitución y las leyes, empeño en el cual a menudo fracasamos estruendosamente.
Mientras que los países industrializados dedican sus energías a construir nación y a establecer las condiciones necesarias para un desarrollo económico, humano y social armónico, nosotros las hemos gastado haciendo y deshaciendo constituciones.
Durante el movimiento constituyente de 1991 se decía que era necesario pasar de la Carta de 1886 a una con nuevas instituciones políticas.
Hacia la década del 90, muy poco quedaba del texto que el conservatismo les impuso a los radicales luego de su derrota en La Humareda, ya que había sido modificado más de setenta veces, incluida una expresión del constituyente primario –el plebiscito de 1957– y reformas de amplio calado ideológico y orgánico, como la de la Revolución en Marcha en 1936, la de Lleras Camargo en 1945, la de Lleras Restrepo en 1968, y las frustradas de López en 1977, Turbay en 1979 y Barco en 1989.
En cuanto a ‘constituyentes’, la historia es más sombría que luminosa. La de bolsillo del general Reyes, en 1905, aumentó en cuatro años su periodo presidencial. La de 1910, un primer intento de ‘Frente Nacional’, enmendó muchos errores de la del 86 y del ‘quinquenio’, y, entre otras, cosas estableció la acción directa de inconstitucionalidad, creó el Consejo de Estado y prohibió la reelección inmediata.
En 1950, luego de haber sido elegido sin Congreso y sin oposición, Laureano Gómez (el gran caudillo conservador) creó una asamblea constituyente que alcanzó a expedir una Constitución corporativista y de ultraderecha, que terminó, ¡quién lo creyera!, de un lado, “legitimando” el golpe de Rojas Pinilla contra él, luego, “eligiéndolo” en 1954 y “reeligiéndolo” en 1957, en vísperas de caerse.
La del 91, se planteó como asamblea constitucional, pero luego ella misma se declaró constituyente, sin ningún control.
Si esta –o la anterior– se cumpliera, el país sería distinto.
Porque una carta política que garantiza todos los derechos, establece formalmente la separación de poderes, contempla elecciones periódicas, declara que todo colombiano tiene derecho al trabajo y a una vivienda digna, privilegia los derechos de los niños, señala que la paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento, tiene un sistema de control constitucional universalmente reconocido, determina que la dirección de la economía está a cargo del Estado, prohíbe los monopolios y estimula la economía solidaria, entre muchos temas, sería útil, si se quisiera, para establecer un régimen socialista o, con mayor realidad, de orientación socialdemócrata.
¿Qué norma falta para combatir la pobreza, la desigualdad, la corrupción, la ineficiencia estatal, la exclusión social y política, que se expresa en la “democracia hereditaria”?
Para idear, construir y poner en marcha un nuevo país, antes que pensar en dictar más normas que se violan y seguir cambiando constituciones, urge lograr un gran acuerdo entre los colombianos y de esa manera hacer realidad la Constitución vigente.
Ese debe ser el acuerdo entre Gobierno, partidos, insurgencia, empresarios, industriales, trabajadores, estudiantes, miembros de la Fuerza Pública, académicos, sindicatos, minorías étnicas y sexuales, movimientos y ciudadanos en general.
Ojalá la guerrilla se liberara del síndrome que denunció Lleras Camargo y entendiera que no habría nada más revolucionario que cumplir y desarrollar la Constitución actual.
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