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Coquetear con el fracaso

Rudolf Hommes
Las negociaciones inducen frustraciones y antagonismos que provienen del cansancio de tratar de cerrar un trato con un adversario. Como la paz se negocia actualmente sin suspender hostilidades, y hay gente interesada en prolongar el conflicto, entre más tiempo transcurre sin que se llegue a un acuerdo, mayor es la probabilidad de que ocurra algo que conduzca a abortar el proceso. Cuando se demora innecesariamente una negociación se asumen muchos riesgos. Dilatarla es coquetear con el fracaso.
Otra razón para no posponer una pronta resolución es que cada vez se observa mayor confianza en que la negociación va a dar frutos. Aun personas que han forjado su prestigio como escépticos han confesado que están optimistas. Esa confianza en ascenso tiene consecuencias políticas y comportamientos económicos que operan en contra del éxito. Va a causar que los adversarios de Santos intenten ponerle más zancadillas a la paz. Y a medida que aumenta la esperanza de que la negociación culmine exitosamente, mayor es la incertidumbre sobre la naturaleza y las consecuencias del eventual acuerdo. Por eso se posponen inversiones y decisiones personales o empresariales hasta conocer los resultados.
Para ningún sector es esto más cierto que para el sector agropecuario. Empresarios agrícolas que no son adversarios de la paz expresan ansiedad sobre el modelo de explotación del campo que puede surgir. Se preguntan si se está pensando exclusivamente en un desarrollo agropecuario campesino, excluyendo a la agricultura comercial, o si habrá cabida para grandes proyectos promovidos por agroempresarios.
A esta inquietud ha contribuido la controversia promovida desde la izquierda sobre las limitaciones legales que supuestamente o efectivamente le impone la ley 160 de 1994 a la adquisición de tierras en las zonas que tienen mayor potencial de desarrollar una agricultura comercial de gran escala, en donde hay o ha habido grandes extensiones de baldíos.
En efecto, esta ley impone restricciones a la adquisición de terrenos adjudicados a campesinos por parte de empresas comerciales y establece un límite legal para el tamaño de los predios que se adquieran. Pero la ley no tiene todo el alcance que quieren atribuirle ni es tan restrictiva. Prevé que a los empresarios agrícolas se les adjudiquen terrenos baldíos y que se organicen en ‘zonas de desarrollo empresarial’ que pueden ser la imagen del espejo de las reservas campesinas que también creó la misma ley.
También le confiere al Gobierno la potestad de destinar parte de los terrenos baldíos o los de extinción de dominio para financiar la construcción de la infraestructura que se requiere para conectar las zonas de desarrollo agrícola y dotarlas de distritos de riego y los demás bienes públicos que son indispensables para explotarlas productivamente.
Esos son los aspectos menos conocidos de esa ley, que se concibió pensando en favorecer y proteger a los campesinos en un ambiente de coexistencia y cooperación entre ellos y los empresarios agropecuarios. Los dos tienen que ser los artífices de un nuevo modelo de desarrollo agropecuario una vez se acuerde la paz. El Estado debe hacer todos los esfuerzos a su alcance para aumentar la proporción de la producción agrícola que proviene de unidades campesinas, y mejorar el ingreso de los pequeños productores.
La sociedad tiene que ser más incluyente, pero no tiene sentido hacerlo excluyendo al sector empresarial. El Gobierno y las organizaciones campesinas reales o imaginadas no tienen la capacidad de crear la dinámica que puede aportar el inversionista privado nacional y extranjero para que la producción agrícola dé un salto cuántico aprovechando las oportunidades que existen.
Rudolf Hommes
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