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Sobreviví a... la trata de personas

Una mujer explotada que logró escapar de Japón, donde se la rifaban con 'piedra, papel o tijera'.

NATALIA BONNETT
Las ilusiones de María se desvanecieron 24 horas después de haber pisado tierra japonesa. Había invitado a su hermana menor a “salir de la pobreza” y tenía claro que venderían sus cuerpos al mejor postor, como ya lo habían hecho en varias ocasiones en Colombia. Pero solo hasta que las separaron esa noche en el teatro, donde empezaría a trabajar, pudo imaginar lo que sería su calvario.
María llegó a Japón con 24 años y una vida llena de tropiezos. Desde los 10 años había “vivido la calle”, había estado presa y lo único que pensaba que sabía hacer era prostituirse. “Mi vida había sido tan atropellada que yo no imaginaba que me podían hacer más daño y por eso tomaba riesgos”, cuenta.
El país del sol naciente, en la boca de una vieja amiga que le había ayudado a reencontrarse con su familia, sonaba como una mina de oro para ejercer la prostitución y regresar con una fortuna para por fin tener una casa propia, una vida más cómoda. Pero de aquella mina de oro ilegal, de aquel mercado que se mueve detrás de la trata de personas y que mueve al año a 32 millones de dólares, a María no le tocaría un centavo. La única vez que recibió dinero, sus mismos ‘dueños’ se lo sacaron de la maleta. Aún así, sabía que no podía desistir porque de lo contrario su hermana –en algún lugar de Japón- sufriría las consecuencias.
No había tiempo para pensar. Las jornadas eran extenuantes. “De lunes a lunes y los sábados de 8 de la mañana a 3 o 4 de la mañana sin poder decir estoy cansada, estoy agotada. Llega el momento en que uno no cuenta el número de personas con las que tuvo sexo por querer evadir esa realidad”, recuerda con hastío.
Los días transcurrían de teatro en teatro por ciudades y pueblos diferentes. Allí vivían ella y otras 15 o 20 mujeres de diversas nacionalidades que soportaban su pena sin compartirla, con la barrera del idioma. Su espacio vital era “lo que cubre una colchoneta sencilla”. Ahí tenían que poner las pocas pertenencias que llevaban consigo y sobrevivir.
Pero ni siquiera los días en que prefería no comer para recuperar sueño y fuerzas para el siguiente show, María recuerda con tanto dolor cómo los hombres, que fácilmente podían ser un centenar, se jugaban la suerte para estar con ella. “Lo tratan a uno como si fuera un objeto, apuestan al ‘Yan Ken Po’ -similar a ‘piedra, papel o tijera’- y el que gane tiene sexo con uno en ese escenario, delante de todos”.
Y la fila de hombres era interminable. María solo quería anestesiarse, volverse como una roca para sentir que no era a ella a quien estaban humillando. Por eso hoy, después de más de diez años de esa época en la que se disfrazaba de roca, no puede ver el juego inocente de unos niños que desafían el azar jugando ‘piedra, papel o tijera’ sin traer a la memoria la pesadilla que le tocó vivir en Japón.
Ella prefiere no ahondar en las prácticas denigrantes que le tocaba hacer para satisfacer a los clientes, pero cuenta irritada que los japoneses que asistían a esos teatros eran pervertidos al extremo. “Son crueles, entre más aberraciones hicieran, mejor. Son tan depravados que ellos mismos se violentan su miembro, sus mentes sexuales son desquiciadas”, recuerda.
Su mejor aliado era el alcohol. Se las ingeniaba para acceder a las botellas de whisky y bebía una o dos copas antes de subirse al escenario. “Uno tenía que convertirse en un maniquí y bailar con una sonrisa como si nada hubiese pasado”, dice y recuerda cómo su cuerpo empezaba a evidenciar las marcas de la esclavitud. “Yo me fui enfermando. Había días en que no quería trabajar, sentía mucho dolor en todo el cuerpo, y llegaba la hora de mi show y yo no quería, pero me amenazaban si no lo hacía, me insultaban y, a veces, me empujaban”, cuenta con la mirada perdida.
En su situación no tenía derecho a acceder al médico. “Para comunicarse con ellos, uno tenía que hacer un dibujo en una servilleta. Si ellos querían, la miraban y si no, lo ignoraban a uno completamente”, asegura.
Seis meses de haber sido explotada hasta el cansancio, irónicamente terminarían luego que inmigración hiciera una redada, se la llevaran presa y deportada. Suerte con la que no corrió su hermana, quien tuvo la desdicha de estar retenida allí durante dos años. “Ella sí se escapó un par de veces para llamar a la casa, pero siempre dijo que no se preocuparan, que estaba bien”, cuenta.
***
María volvió a Colombia con su mente en Japón. Y, aunque su deseo era ganarse la vida de otra manera, no pudo salir del círculo vicioso de la prostitución. Después de unos meses de recuperación, salió a las calles a buscar dinero. “Uno es muy señalado, muy criticado, pero nadie se pregunta por qué lo hacemos”, protesta.
Su vida acontecía entre el sexo, el alcohol y la zozobra de una vida amarga. Tan amarga que pensó en el suicidio. Se iba a ahorcar. No entendía por qué ella no había tenido una oportunidad en la vida como esas niñas que pasaban de camino al colegio por el lugar donde ejercía la prostitución. “Yo nunca me dejaba mirar el rostro de una estudiante, me daba vergüenza, yo sentía vergüenza, no era capaz de mirarlas porque sentía como si las estuviera irrespetando”, rompe en llanto al recordar esos días.
***
A los 28 años, María empezó a recobrar su vida.
“Las hermanas adoratrices fueron mis ángeles. Ellas me brindaron su casa, me enseñaron que yo valía, que yo era persona, que era importante. Recobré mi identidad porque la había perdido, se me olvidó hasta mi propio nombre”, dice.
María tuvo su segunda oportunidad. Se rehabilitó y se hizo profesional en bordado industrial. Hoy tiene un pequeño taller en su casa. Ese trabajo y la obra de teatro ‘5 mujeres, un mismo trato’, proyecto apoyado por la ONU, Casa Ensamble y la Fundación Marcela Loaiza, le han permitido exorcizar su pasado.
Este mes estará recorriendo el país con la obra que busca alertar sobre el inminente peligro que existe “cuando se aceptan propuestas en las que ofrecen cielo y tierra”, y es que según un informe de la Oficina de la ONU contra el crimen y el delito, se calcula que el 70% de las víctimas de trata de personas ha sido objeto de promesas de empleo, participación en concursos de belleza y modelaje, planes vacacionales de bajo costo o programas de estudio en el extranjero; y el 20% han sido engañadas con promesas de trabajo como bailarinas exóticas, masajistas y actividades similares en la industria de entretenimiento adulto.
María pretende desde su vivencia cambiar ese panorama. Sabe que si a ella la hubieran alertado, tal vez su historia tendría un nudo diferente. Por eso, cuando ve que su esposo y su hijo de 10 años se ponen tristes mientras empaca maletas para otra gira, mira hacia adelante: “Yo puedo ser la hermana adoratriz de muchas mujeres”, piensa.
Todos los días agradece a Dios por darle lo que siempre añoró. “Esto era lo que yo quería para mi vida. Así no tenga con qué coger bus, por lo menos sé que tengo un hogar bonito. Me siento una sobreviviente y doy gracias”.
NATALIA BONNETT
REDACCIÓN ELTIEMPO.COM
NATALIA BONNETT
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