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El papel higiénico (capítulo 1)
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El papel higiénico (capítulo 1)

Primera entrega de la novela 'Padre de familia desempleado', de Andrés Gómez Osorio.

Por: ANDRÉS GÓMEZ OSORIO 10 de junio 2013 , 06:23 p. m.
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Septiembre, 2000: mes con la más alta cifra de desempleo en la historia de Colombia.

Alfonso entró a uno de los baños del centro comercial. No había nadie. Hizo una rápida inspección de los cinco retretes y escogió el que parecía menos sucio. Bajó la tapa, cerró la puerta y se sentó. Miró detenidamente el enorme rollo de papel higiénico a su derecha. Dudó… pero lo hizo: comenzó a enmadejarlo en su mano. Durante los últimos dos días, su esposa, sus hijos y él habían tenido que limpiarse el culo con unas servilletas rescatadas de algún cajón olvidado.

Aunque sintió vergüenza, no se detuvo. Sabía que robar papel higiénico era un acto de miseria, un comportamiento indigno, pero también era consciente de que la dignidad no servía para sonarse los mocos, ni para llevar comida a la casa, ni para pagar la cuota del apartamento. Mientras enrollaba el papel con lentitud, su mirada se perdió en la baldosa del piso y su mente se enredó en un inevitable sentimiento de culpa: “Por Dios… ¿qué estoy haciendo?”.

Ese hombre que parecía inquebrantable –de espalda ancha y de 1,87 metros de estatura– se sumió de pronto en un llanto patético y descarnado. Había encarcelado la frustración en su pecho y ahora salía desbordada como el agua expulsada a presión de una represa rota. Empezó a gemir con su cara enrojecida y su postura encorvada, frunciendo el ceño con dolor, cerrando los ojos con fuerza –con rabia– y torciendo la boca como un lamento. Sus babas se estiraban de labio a labio. Las lágrimas lavaban su rostro deslizándose por las ojeras, las mejillas y el mentón. Los mocos se le escurrían hasta la lengua. No se limpiaba porque sus manos aún seguían sacando papel higiénico. Además, su aspecto era lo que menos le importaba. En ese pequeño espacio había encontrado un lugar de intimidad para desahogarse, pues aunque pasaba días enteros en su apartamento, solo, a la espera de una llamada que le devolviera el trabajo, temía que sus hijos o su mujer llegaran de improviso y lo encontraran sollozando.

Odió a Dios y lo cuestionó, gritándole internamente que él no había nacido para verse derrotado a los 40 años, que no tenía sentido traer hijos al mundo si luego no podía responder por el pago atrasado de la pensión del colegio, que no entendía para qué se había casado si su matrimonio se había reducido a una pelotera diaria por cuenta de la falta de plata. “¿Pa’ qué formar una familia que hoy come mierda por culpa mía?”, preguntaba. No entendía cómo había llegado hasta ese punto, en qué momento pasó de ser un ingeniero con un futuro prometedor a un desempleado con un presente vergonzoso, cuándo apareció por primera vez en las carteleras de morosos que colgaban a la entrada de su conjunto residencial, a qué hora los bancos comenzaron a llamarlo para presionar el pago de sus deudas y no para ofrecerle más tarjetas de crédito. Intentaba recordar cuándo dejó de llevar mercado a su hogar y empezó a robarse el jabón de manos de los centros comerciales para proveer su propio baño.

El Cielo no respondió ninguno de sus reclamos. En el fondo esperaba con ingenuidad que un evento Divino le señalara el camino o le diera una pista. Por un momento fugaz creyó que Alguien –Dios, la Virgen, un ángel, cualquiera– se le revelaría para decirle que todo iba a estar mejor. Pero muy pronto se le acabó la fe. Concluyó que los seres humanos creen en los milagros por física necesidad, para mantener la esperanza cuando sus problemas más cruciales no tienen una solución terrenal, como le ocurre a un enfermo de cáncer terminal, igual que a un desempleado que lleva dos años enviando hojas de vida sin éxito: ambos sienten profunda impotencia al no poder cambiar su destino y dejan su suerte a la voluntad de Dios. “Soy un güevón”, murmuró Alfonso.

Lloró durante 15 minutos, silenciando sus gemidos cada vez que otra persona entraba a lavarse las manos o a usar uno de los orinales. Se detuvo por completo cuando dos aseadoras llegaron conversando a hacer la última limpieza del día, justo cuando empezaba la noche. Guardó el papel higiénico en el morral que se colgaba siempre a la espalda y sacó otro poco para sonarse la nariz y secarse la cara. Esperó unos minutos, dándose tiempo para recuperarse, de manera que su rostro no se viera tan rojo ni sus ojos tan hinchados. Las aseadoras, que habían observado sus zapatos por debajo de la puerta, se hicieron señas al notar semejante demora de un ocupante que no tenía los pantalones abajo. Finalmente, Alfonso salió y se dirigió a los lavamanos. Aguardó a que las empleadas se atarearan limpiando los sanitarios y sacó de su morral un pequeño frasco vacío que solía contener crema humectante de su esposa. Lo rellenó con jabón de manos. Se miró en el espejo, sintiendo pena por sí mismo, y recordó entonces las recientes declaraciones lapidarias y realistas de Juan Manuel Santos, el nuevo Ministro de Hacienda que acababa de posesionarse en julio: “Los próximos meses serán de sudor y lágrimas”.

Eran justo las 7 de la noche en Bogotá. Tardó casi una hora en recorrer las 28 cuadras que había desde el Centro Comercial Unicentro hasta su apartamento, en Cedritos. Sabía que su esposa lo esperaba con una violenta cantaleta, de manera que caminó sin afán entre esos edificios de clase media-alta, en donde las porterías con jardines bien cuidados servían de fachada para ocultar las dificultades económicas que vivían otras familias al interior de sus apartamentos. A esa hora, varios residentes paseaban a sus perros para que hicieran de las suyas en las zonas verdes. Una expresión burlona se asomó en Alfonso al pensar que esos animales no tenían que preocuparse de comprar papel higiénico para limpiar su propia suciedad. También le causó gracia ver a tantos “french poodle”, la misma raza que en algún momento se puso de moda entre la aristocracia europea –incluyendo a la pomposa corte de Luis XVI– y cuyo pedigrí había trascendido en el tiempo y en el espacio para convertirse en la mascota “oficial” de un barrio bogotano, en pleno amanecer del siglo XXI. Tal vez simbolizaba la ambición de un vecindario que deseaba un mejor estatus. Tal vez, simplemente, era un perro pequeño y barato, ideal para el limitado tamaño de un apartamento.

A excepción de su interés pasajero en las mascotas de la zona, Alfonso anduvo ensimismado, con los mocos escurridos y con sus manos en los bolsillos de la chaqueta para resguardarse del frío. No pensaba en nada, absolutamente en nada. Recobró la consciencia cuando se paró frente a la puerta del apartamento. Meditó sobre qué responderle a su esposa si le preguntaba de dónde había sacado el papel higiénico. Tuvo miedo y se le agitó el corazón, como un niño asustado que espera una reprimenda. Concluyó que, en cualquier circunstancia, estaba destinado a que ella lo regañara esa noche, igual que la noche anterior, igual que las noches que vendrían. Los reclamos arrebatados de su mujer se habían convertido en la cena de todos los días, porque él llegaba con las manos vacías o porque traía plata prestada, porque no compraba nada para la comida o porque compraba muy poco.

Alfonso sacó sus llaves y abrió la puerta, pero no la cruzó. La primera imagen que encontró fue la de su esposa, en el comedor, ayudándole a su hijo menor con la tarea de matemáticas. Escuchó el “hola, papito” de Miguel y se quedó esperando el saludo de ella, como si fuera una señal de aprobación que necesitara antes de seguir. “¿Dónde estaba?”, fueron las palabras de recibimiento de Martha, al tiempo que le lanzaba una mirada de reproche. Alfonso le devolvió una sonrisa de vergüenza y agachó la cabeza sin contestar. Se limpió los zapatos mirando hacia el piso y entró.

Año 2020

Santiago revisó el primer capítulo del libro que había empezado a escribir y pensó en qué diría su padre cuando lo leyera. Nunca habían hablado del tema, pero recordaba muy bien el día que vio a Alfonso sacar papel higiénico del morral, en ese mes de septiembre del año 2000. Santiago supo que provenía de un centro comercial porque era una tira algo amarillenta, áspera, sin aquellas subdivisiones que caracterizan al papel de uso doméstico y que permiten cortarlo en cuadritos. Se basó en esa imagen para inventar la escena del llanto desconsolado de su padre en el baño, con el propósito de darle fuerza dramática al libro. Supuso que así debía sentirse cualquier otro hombre –derrotado, perdedor– ante la imposibilidad de conseguir unos pesos para comprar un rollo de papel higiénico.

No le había preguntado a Alfonso qué tipo de sensaciones se le cruzaron realmente por la cabeza en esos años, no solo porque su padre se transformó en un hombre reservado y poco expresivo, sino también porque su drama de desempleado se convirtió en una especie de tabú que Alfonso prefirió padecer en silencio. En todo caso, fue un tabú que él y su familia tuvieron que enfrentar a diario durante la crisis, porque los titulares de todas las noches hablaban del desempleo y de la recesión. Era imposible ver un noticiero y no pensar en la situación de Alfonso.

Minutos antes de comenzar a escribir, sin saber por dónde empezar, Santiago recordaba esa época. Después de mucho reflexionar, su memoria lo transportó en el tiempo y revivió con precisión el día que estaba en el apartamento de un amigo, haciendo un trabajo de la universidad. Allí, cuando pidió el baño prestado, se encontró con una pila de servilletas. Esa imagen en casa ajena –idéntica a la de su propio hogar– lo impulsó a teclear las primeras letras. Santiago comprendió que la falta de papel higiénico era un símbolo de cuán grave llegó a ser el desempleo, más allá de una escandalosa cifra en los titulares de los periódicos. Aquellas familias que tocaron fondo debían pensarlo dos veces antes de usar el baño, asegurándose primero de tener con qué limpiarse. Ni siquiera podían cagar en paz.

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El próximo martes, en “Padre de familia desempleado”:
Haciendo oficio y vomitando rabia (capítulo 2)

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