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Carranza por su hija

Antología de Carranza: Los días que ahora son sueños.

Tal vez una de las características más notables de la poesía colombiana a lo largo de toda su historia sea su culto de la perfección en el uso del lenguaje, su conservadurismo, su desdén por el riesgo, por la aventura, por la experimentación, por la exploración de terrenos originales. Y esta característica se hace especialmente evidente en la poesía escrita desde finales del siglo pasado hasta la década de los años 30 de este siglo, años en los que impera, con muy contadas excepciones, la estética modernista. El modernismo se arraigó más de lo permitido en la poesía colombiana y pasó a convertirse en su modo de ser por excelencia. Y este fenómeno tiene que ver con el culto al preciosismo formal, con el esmerado trabajo de la forma y con el amor a los temas culturales que venía de la escuela humanística impulsada por Miguel Antonio Caro y posteriormente por Antonio Gómez Restrepo. El parnasianismo, especialmente, cayó como anillo al dedo para justificar el culto por la forma lingüística perfecta y no significó una ruptura con algunos de los temas más importantes de nuestros humanistas, tales como las culturas clásicas griega y romana y sus mitologías.
Así, es fácil comprobar que el modernismo, como tono poético, como temple poético se prolonga en Colombia por varias décadas, cuando ya en el resto de Hispanoamérica era cosa del pasado. Con ello no se quiere decir que toda la poesía colombiana posterior a la vigencia del modernismo en el resto de Hispanoamérica puede inscribirse en esta escuela, así como su desaparición en el resto de Hispanoamérica no fue, ni mucho menos, tajante, pero de una u otra manera, hasta la aparición de “Piedra y Cielo” a mediados de la década de los años 30, los poetas de nuestro país, salvo algunas excepciones, no se alejaron de su órbita.
En consecuencia con lo anterior no es aventurado afirmar que en Colombia hubo cuatro generaciones modernistas, mientras que en el resto de Hispanoamérica solo hubo dos: la primera, con Silva, los mexicanos Díaz Mirón y Gutiérrez Nájera y los cubanos Julián del Casal y José Martí: la segunda que corresponde a la plenitud del movimiento, con Darío, Amado Nervo, los uruguayos Julio Herrera y Reissing y Ricardo Jaimes Freire y el peruano José Santos Chocano. En Colombia se produce, simultáneamente con el último, un grupo cuya tendencia modernista está fuera de toda sospecha y cuyos integrantes, como se sabe, son principalmente Guillermo Valencia, Cornelio Hispano, Carlos Arturo Torres, Víctor M. Londoño y Max Grillo.
Los estudiosos de la literatura hispanoamericana que se han ocupado del modernismo más o menos coinciden en señalar que su vigencia como movimiento termina en el transcurrir de la primera década del siglo. Octavio Paz afirma que se extingue en los años de la Primera Guerra Mundial. José Olivio Jiménez se encarga de refutar a Ricardo Gullón y a Iván A. Schulman, quienes en sus análisis extienden la vigencia del modernismo hasta finales de la década del 20, presentando como pruebas contundentes los tres grandes libros que se escribieron durante esos 10 años: Trilce, de Vallejo; Altazor, de Vicente Huidobro y la primera Residencia, de Pablo Neruda, obras que sin lugar a dudas responden ya a una sensibilidad distinta a la modernista. La fecha señalada por Jiménez es 1941. Eugenio Florit por su parte señala que el modernismo termina con la primera década del siglo, es decir hacia 1910. Aldo Pellegrini en su Antología de la poesía viva latinoamericana señala también el estallido de la Primera Guerra Mundial como el final del modernismo.
Indudablemente, con posterioridad a todas estas fechas establecidas como límite por los críticos se continúan escribiendo poemas de corte modernista, pero ello no significa que la poesía hispanoamericana no hubiera ya sobrepasado la escuela modernista como tal y no estuviera encaminada hacia una nueva época. Esta nueva época se anuncia, como se sabe, en 1914 con el “creacionismo” y posteriormente con los otros “ismos” hispanoamericanos, los cuales dominaron el panorama literario hasta la década de los años 30.
Si se acepta la evaluación crítica hecha por los investigadores mencionados, las fechas de 1910-1915 marcan la agonía del modernismo como escuela dominante en la poesía en lengua española. ¿Qué ocurre en Colombia? Luego del grupo modernista comandado por Guillermo Valencia aparece la llamada generación de “El Centenario” cuya fecha oficial de irrupción es justamente 1910. Los poetas de este grupo son principalmente José Eustasio Rivera, Eduardo Castillo, Miguel Rasch Isla, Ángel María Céspedes y Nicolás Bayona Posada; están también, aunque en diferente órbita, Porfirio Barba-Jacob y Luis Carlos López.
Por estos años tiene lugar en varios países hispanoamericanos el fenómeno que se conoce con el nombre de “posmodernismo”. El “posmodernismo”, como se sabe, reaccionó contra el exceso de conciencia artística del modernismo, contra lo que se había convertido ya en una retórica preciosista y hueca. Son poetas que conservan el lenguaje modernista pero que rehúyen el exotismo y los elementos ornamentales y cosmopolitas que lo caracterizaron: se acaba Oriente, se acaban las culturas clásicas, se acaban los cisnes, para utilizar el tópico de marras. No rompen con el modernismo en el terreno formal y en este sentido lo siguen siendo, pero quieren atemperar los excesos a los que lo habían llevado los numerosos y poco ingeniosos plagiadores de Rubén Darío.
El propio Darío evoluciona de esta línea preciosista y decorativa de Prosas profanas, espléndida en sus versos pero nefasta en los de sus seguidores, a una expresión más grave y profunda en Cantos de vida y esperanza (1905), sentando con ese libro las bases del posmodernismo.
Es ya clásico entre los estudiosos de la literatura hispanoamericana de la época el cuadro trazado por Federico de Onís sobre los diferentes caminos que siguió el posmodernismo en su reacción contra el modernismo. Es útil transcribirlo porque sirve muy bien para situar a los poetas colombianos de “El Centenario”: 1. Reacción hacia la sencillez lírica. 2. Reacción hacia la tradición clásica. 3. Reacción hacia el romanticismo. 4. Reacción hacia el prosaísmo sentimental. 5. Reacción hacia la ironía sentimental.
Estos poetas, en su reacción contra el esteticismo y la “torre de marfil” se afirman en los sentimientos humanos; y en su reacción contra el exotismo y el cosmopolitismo se vuelven hacia la realidad americana: sus paisajes, sus pueblos y sus problemas. Pero ha de quedar claro que no existe una ruptura frente al modernismo sino un intento de salvarlo de sus excesos, pues los posmodernistas conservan inmodificable el lenguaje modernista.
La generación de “El Centenario” es una típica generación posmodernista. Los sonetos de José Eustasio Rivera son de corte parnasiano y es parnasiana su excesiva preocupación por la forma; con un lenguaje inequívocamente modernista habla del paisaje llanero. Porque, como ya se dijo, estos poetas, como reacción a la tendencia extranjerizante de los modernistas, tienen un mayor sentido de lo nacional: la “Epopeya del Cóndor”, de Aurelio Martínez Mutis, seguidor del estilo épico impuesto por Darío, es un buen ejemplo de ello. Pero no solo Rivera y Martínez Mutis son posmodernistas, Barba-Jacob a su turno, es también un poeta posmodernista. Reacciona por la vía del romanticismo. Y aquí no debe olvidarse que el modernismo en sus comienzos tuvo una gran carga de romanticismo que posteriormente fue eliminada en parte por Rubén Darío y sus seguidores. Pero, por ejemplo, José Asunción Silva no constituye una reacción contra el romanticismo sino un puente entre esta escuela y las nuevas tendencias. Barba-Jacob con su rebeldía, su voluntad de evadir la realidad, su subjetivismo, el exotismo de sus temas, su atracción por la muerte y además su escritura netamente modernista, continúa en la órbita de esta escuela.
Otro ejemplo de la estética típicamente posmodernista es la poesía de Luis Carlos López. Según el esquema que se ha venido aplicando, López reacciona por la vía del prosaísmo sentimental, de la caricatura. Utiliza el lenguaje modernista para hablar de los pueblos de tierra caliente, de la provincia colombiana, siempre en forma crítica y sarcástica. Y sorprende por cierto, constatar que su más cercano y directo antecedente sea el José Asunción Silva de Gotas amargas: en este libro está ya la poesía de López con sus características más notables.
En Hispanoamérica el posmodernismo constituye un episodio efímero. Oficialmente su aparición data de 1910, fecha de la publicación del famoso poema-manifiesto del mexicano Enrique González Martínez, pero enseguida esta poesía de ecos modernistas agoniza para lanzarse a la experimentación vanguardista, etapa cuyos límites cronológicos van más o menos de 1916 a finales de los años veinte.
Sin embargo, como se verá, el posmodernismo se prolonga en Colombia hasta la aparición del grupo de “Piedra y Cielo”, es decir hasta comienzos de la década de los años treinta.
Hay quienes afirman que la vanguardia no dejó obras perdurables, a excepción de las obras cumbres escritas durante ese periodo por Huidobro, Neruda y Vallejo. Pero lo que no se puede desconocer es que significó una ruptura real y tajante con el modernismo y con todo lo que tuvo que ver con esa escuela. Con su iconoclasia, su irracionalismo y el uso de los mecanismos antiformales del verso, desintoxicó a la poesía hispanoamericana y le dio otros horizontes. Aparte de los escritores mencionados, la vanguardia fue un movimiento de poetas menores, pero el trabajo de esos poetas fue decisivo para la poesía contemporánea. Su aporte más importante fue, y ello se verá más adelante en la poesía inicial de Eduardo Carranza y de sus compañeros de grupo, la revolución de la imagen poética: irracional, desvinculada de las correspondencias que le habían asignado la lógica tradicional, múltiple, sugerente, audaz, insólita, lejos del gastado papel de reproducir realidades físicas o espirituales ya perfectamente codificadas.
La época de la vanguardia hispanoamericana coincide en Colombia con el surgimiento a la vida pública del grupo de “Los Nuevos”. Es ya un tópico en los manuales y antologías nacionales asignar a este grupo un papel demoledor de la Colombia decimonónica.
Si la vanguardia a nivel poético debe entenderse como deudora del modernismo porque fue este movimiento el que a fin de cuentas introdujo a la poesía hispanoamericana en la época contemporánea y con sus conquistas abrió las puertas a lo que vendría después, la evolución de la poesía en Colombia omite el episodio vanguardista, con lo cual el lastre del modernismo continúa vigente sin las innovaciones de la vanguardia, durante varios años más en nuestra poesía, como se comprobará enseguida.
De la generación de “Los Nuevos”, a mi parecer, merecen destacarse tres poetas: León de Greiff, Rafael Maya y Luis Vidales; los dos primeros por la indudable calidad de sus obras y el último por la importancia histórica de la suya. Histórica porque su libro Suenan timbres, publicado en 1926, es el único testimonio de carácter vanguardista que se escribió en su momento en el país. Y realmente no pasa de ser un testimonio, ya que con dificultad se puede considerar como un aporte importante a las letras colombianas. El caso de De Greiff y de Maya es distinto porque uno y otro escribieron unas de las obras más interesantes de nuestra poesía.
Siempre se ha dicho que De Greiff es un vanguardista, pero un análisis detenido de su poesía demostrará que nada tiene que ver con los “ismos” literarios de la primera posguerra. De Greiff es un poeta simbolista por excelencia, tanto que podría ser un poeta francés de comienzos de siglo; la estética verlainiana predomina en sus primeros poemas y es a través de Verlaine que se inicia el mucicismo poético; curiosamente la primera época de la poesía de De Greiff está muy próxima a la poesía primera del español Manuel Machado, verlainiano con claro acento modernista. Más tarde, De Greiff, bajo el influjo de Mallarmé, se empeñará en establecer constantemente correspondencia entre la música y la poesía, lo que en ocasiones dará una resonancia wagneriana a sus versos. Esta tendencia musical se acentuará aún más a medida que se impregna del espíritu del movimiento “decadente” francés de finales de siglo que en últimas constituye su más cercana afinidad con el simbolismo. De los decadentes asimila el espíritu pesimista, la renuncia a actuar, el desprecio de la realidad presente y pasada, los paraísos artificiales. Del “decadente” Jules Laforgue asimilará el gusto por el neologismo, la ironía, el cinismo, la burla de sí mismo, la afición a los ritmos populares, el cambio de tono de lo sublime a lo burlesco, el paso de la elegía a la sátira y viceversa, el escepticismo y la rebeldía anárquica hacia las formas sociales, políticas y artísticas oficializadas. Su interés por la Edad Media es también una característica simbolista, gracias a la cual entraron a la poesía toda clase de faunos, hadas y gnomos y se adoptaron como modelos las canciones populares de la vieja Francia y mitos de los países nórdicos. Baudelaire es también importante en su poesía. De él tomará el gusto por las rimas entremezcladas, los ritornelos, el deseo de estar siempre ebrio de vino, la sensualidad, la tendencia a lo demoniaco, la perversidad, entre comillas, y la exaltación de la melancolía frente a la alegría. Con todos estos elementos logró De Greiff un tono muy personal y una poesía de calidad excepcional. Pero, siguiendo con nuestro tema, no es correcto calificarlo como un escritor vanguardista.
Rafael Maya también es un poeta de influencia simbolista, pero de una tendencia diferente a la de De Greiff. Se encuentra Maya cercano a los últimos simbolistas, como Samain y Moréas que se apartaron del irracionalismo de sus maestros para escribir una poesía límpida que linda casi con la expresión clásica. Rafael Gutiérrez Girardot hace una interesante interpretación de la actitud poética de Maya. Afirma que en él se da una crítica al tiempo presente y que “sus temas centrales son característicos de un pensamiento conservador (no es el sentido del partido colombiano) de género anglosajón, que surgió como reacción contra la industrialización y la democratización entre círculos cultos europeos…” y da varios ejemplos del enfrentamiento que hace Maya de los valores espirituales y morales del mundo señorial que imponía el mundo moderno en ese momento.
Entre “Los Nuevos” y “Piedra y Cielo” se encuentran dos poetas que servirán de puente entre ambos grupos y en cuyas obras se hace ya evidente la voluntad de ruptura con el lastre retórico modernista. Son ellos Aurelio Arturo y Antonio Llanos. A pesar de que a estos se los ha considerado por lo general como miembros del movimiento “Piedra y Cielo”, por varios aspectos no resulta correcto hacerlo así. Una de las razones por las cuales un grupo literario se constituye en tal, está precisamente en la voluntad de sus miembros de conformarlo. Ese propósito, al menos inicialmente, existió por parte de los escritores que se presentaron al país en 1936 bajo la común denominación de “Piedra y Cielo”. Arturo y Llanos permanecieron al margen de dicho grupo desde sus comienzos.
En el caso de Aurelio Arturo, es evidente desde la publicación de sus primeros poemas, hacia 1931, la reacción contra la poesía seudomodernista aún imperante en la época. Pero, por otro lado, poco tiene que ver con lo que se entiende hoy por “piedracielismo”. Las características iniciales de ese grupo fueron, entre otras muchas, la hipersensibilidad, la emotividad y la insolencia contra las formas consagradas y canonizadas. Nada de eso se ve en la poesía de Aurelio Arturo. En ella no hay, como en los otros, una ruptura tajante, sino un tránsito. Sin excesos, se coloca de puente entre los “piedracielistas” y el grupo anterior y, como puente, tiene de ambos. Tiene, por ejemplo, la actitud serena, bucólica y mesurada de un Rafael Maya, pero a través de fuentes culturales distintas de origen anglosajón –Perse, Eliot, principalmente– y de otro manejo de los elementos del lenguaje poético. Tiene de común con “Piedra y Cielo” la aversión por la retórica brillante y por las alusiones culturales. Sus temas centrales son la infancia, la adolescencia y el amor. El paisaje está siempre presente, pero no geográficamente, sino como medio para proyectarse a sí mismo. Su lenguaje carece de artificios, es límpido y sutil y recuerda mucho al primer Cernuda, al Cernuda de Un río, un amor.
Antonio Llanos es, indudablemente, un poeta menor, pero tiene el mérito para la historia literaria de representar un cambio de tono en nuestra poesía con una obra decorosa, dentro de la que hay que señalar de manera especial por su calidad el libro La voz entre lágrimas. De carácter místico y con una definitiva influencia del maestro en ese género, San Juan de la Cruz, la poesía de Llanos es más que otra cosa un síntoma claro de que la poesía colombiana comienza a cambiar en la década de los años treinta.
Este rápido recorrido por la poesía colombiana de los primeros 30 años del siglo no ha tenido por objeto sino presentar un breve panorama de su situación en el momento en que comenzaron a publicar los poetas de “Piedra y Cielo”. Y como se desprende de todo lo anotado, no fue un accidente o una casualidad que la gran polémica piedracielista cuando apareció en el panorama cultural del país haya sido, precisamente, contra Guillermo Valencia y que fuera una polémica encaminada a atacar la vigencia de la estética parnasiana en nuestra poesía, lo que viene a ser una prueba contundente de que los nuevos escritores advertían la necesidad de superar de una vez por todas los residuos del modernismo poético.
Resulta interesante analizar los términos de esta polémica porque son reveladores de los vicios que los jóvenes de entonces veían en la poética nacional y de sus propuestas para lograr en ella un cambio renovador. Fue Eduardo Carranza quien puso el dedo en la llaga en 1941, cuando escribió un artículo titulado “Un caso de bardolatría” en discusión con Baldomero Sanín Cano sobre la poesía de Guillermo Valencia. Carranza denuncia en este artículo la existencia de un taller de técnica poética instalado por Valencia en Colombia a lo largo de cuarenta años. Ese taller se empeña en el ejercicio de la retórica, en la destreza técnica, fría y mecánica. Le faltan a Valencia y a su escuela “trascendencia vital, palpitación sanguínea, pulso humano”. Se la acusa de utilizar una “elocuencia ideológica-verbal”, más cercana a las disciplinas filosóficas y humanísticas, de plantear “grandes temas” y de resucitar ruinas arquitectónicas y episodios históricos en forma superficial y muy convencional, bajo “la impávida tiranía del cauce lógico”,cauce que fatalmente produce “una poesía de nítidos contornos, de líneas secas, de gran aparato verbal, poesía sin perspectiva, sin horizonte, sin bruma, sin misterio, como la de la antología de Goethe envejecido y la de los parnasianos franceses y americanos”. En síntesis, para Carranza, las líneas dominantes de la poesía colombiana por influencia de Valencia eran en esos momentos la inteligencia, la maestría retórica, la elaboración literaria, la alquimia verbal, el logicismo y la habilidad técnica.
¿Qué propone Carranza? Es interesante comentar las ideas que plantea este sobre la poesía en dicha polémica, pues tales ideas son una buena síntesis de las características de su ejercicio poético. En primer lugar, piensa Carranza que el poeta debe ser como una especie de catalizador de su época, del hombre de su época, en todos los sentidos ligados al corazón humano. Porque a la inteligencia parnasiana opone los sentimientos del corazón, la “hondura de la emoción”, y a la frialdad verbal y la lógica opone “una tercera dimensión de profundidad y una cuarta dimensión de misterio”; pide abandonar los temas literarios para utilizar “la tórrida y nebulosa sustancia de los sueños y los amores”. Y llega al meollo del asunto al sentenciar que “el logicismo, el racionalismo poético, van siendo ya teorías de museo. En el lirismo lo esencial no es lo que se dice sino lo que no se dice, la dorada niebla de sugestión que esfuma los contornos del poema, lo que va entre líneas, lo que hay más allá de las palabras y su sentido estricto. Los parnasianos quisieron desterrar de la poesía el elemento mágico, la contribución dionisiaca, la fuerza elemental y delirante, el sueño, la inspiración. E imponer la impávida tiranía de un cauce lógico”.
Esto es muy importante por cuanto en esos momentos en el país no se había dado en la poesía la ruptura definitiva con la imagen sujeta a las leyes racionales de la lógica, aporte importante de la “Vanguardia” en los países donde esta se dio. Los valores irracionales y emotivos del lenguaje poético estaban en Colombia aún por descubrir.
Al respecto muy sagazmente Rafael Maya anota en un ensayo sobre la poesía contemporánea colombiana, cómo imperaban en el país, gracias a Darío y a Valencia, un helenismo de pastiche al lado de un racionalismo crítico debido este último a las traducciones tan leídas entonces de las obras de Heredia y Barres y anota, respecto al cambio registrado con “Piedra y Cielo”: “Solo la última generación poética del país, agrupada bajo el título de “Piedra y Cielo”, parece haber roto definitivamente con el contagio grecolatino, para orientarse hacia formas musicales e intelectuales de expresión que se hallan más cerca de la estética de Mallarmé, con sus teorías de la sugerencia, de la simple alusión y de la metáfora que apenas roza el mundo de lo real, para lograr una completa trasposición de los valores lógicos del sentimiento y de la idea”.
Como se dijo atrás esta fue la gran conquista de la vanguardia, pero al no haberse dado este movimiento en Colombia, el cambio se produjo posteriormente, en la generación que, en el panorama latinoamericano, realiza la decantación de la vanguardia, movimiento que se conoce con el nombre de “posvanguardia” y que en el país equivale a “Piedra y Cielo”, el cual es un grupo típicamente posvanguardista.
Como se sabe, las primeras manifestaciones posvanguardistas se dan hacia 1927 y su vigencia se prolonga hasta finales de la Segunda Guerra Mundial. Se ha señalado que la importancia de la posvanguardia estuvo en aprovechar con sabiduría las conquistas de la vanguardia y entre las más importantes el uso de las asociaciones no sujetas a la lógica tradicional, sino con base en relaciones emotivas o sentimentales o a elementos de índole irracional.
Sin embargo, tal característica, tan importante en la poesía contemporánea no llega a “Piedra y Cielo”, y a Carranza en concreto, por la vía exclusiva de la vanguardia latinoamericana. Otra particularidad de este grupo de escritores colombianos de la década de los años 30 es el cambio de universo cultural, cuyo desplazamiento pasa de Francia a España. Y esto es muy evidente en Carranza. El clima cultural de la llamada “generación de 1927”, sus tendencias, influencias e inquietudes interesan en sus rasgos más generales a este poeta, aunque su poética, en concreto, no puede identificarse con ninguna de los integrantes de ese grupo.
Esta generación española comienza a publicar en los años 20 a 30 y, como se sabe, la integran un conjunto de poetas excepcionales: Jorge Guillén, Vicente Aleixandre, Federico García Lorca, Gerardo Diego, Pedro Salinas, Luis Cernuda. Este último es además un crítico agudo, severo y muy lúcido, y son numerosos los ensayos que escribió sobre los poetas de su propia generación. Señala Cernuda que una de las características más sobresalientes de esta es su interés en el uso de la metáfora y de la imagen, entre otras cosas por influencia de Ramón Gómez de la Serna y sus “greguerías”. Es al comienzo una metáfora caprichosa, deslumbrante y efectista, aspecto este que es necesario tener muy en cuenta al analizar la primera etapa de la poesía de Carranza.
Los poetas del 27, además de la influencia creacionista y superrealista en el cultivo de la imagen y de la metáfora y del mencionado Ramón Gómez de la Serna, reciben otra influencia notable desde ese punto de vista. Se trata de la poesía de Luis de Góngora, cuyo tercer centenario de su muerte se celebró precisamente en 1927. Antes olvidado y aun menospreciado, con estos poetas Góngora se convierte en el centro de atención de la poesía en lengua española: su obra es “descubierta”, analizada, estudiada y llega a ejercer gran influencia. Anota muy agudamente Cernuda que en este interés de los poetas del 27 por la metáfora y la imagen, el influjo de Góngora es importante pues “el lector moderno, acostumbrado a las metáforas del creacionismo y del superrealismo, podría desdeñar la explicación lógica de esos versos magníficos para quedarse con su sentido literal libre de atadura realista, que es donde precisamente reside para nosotros su valor poético”. En ese momento en que los poetas buscan el alejamiento de la lógica, Góngora, leído con sentido moderno más que clásico, resulta un arsenal descomunal de hallazgos metafóricos aparentemente inasibles desde el punto de vista de la lógica tradicional.
Pero el culto a Góngora no es un hecho aislado en la generación de 1927. Se registra también un regreso a la poesía tradicional española y con ello se reviven formas métricas abolidas por el modernismo.
Este aspecto de la metáfora y de la imagen es de capital importancia en la obra primera de Eduardo Carranza. Basta releer Canciones para iniciar una fiesta (1936) para advertir su gusto por la metáfora caprichosa y relumbrante, su interés por la palabra efectista, su afán por las asociaciones ilógicas. El soneto titulado “Gualanday”, que pertenece a ese libro, es un buen ejemplo de esa nueva forma poética que asombró al país en la década de los 30:
GUALANDAY
Gualanday tiene el agua que sube la escalera
de la palma y en ciega frescura musical
–corazón de los cocos– palpita en la frontera
de la nube y la estrella con pulso de cristal.
Tiene el jugo redondo del sol que la primera
fruta da en la bandeja blanca del naranjal
y la caña de azúcar donde está prisionera
la dulzura cual una doncella vegetal.
Hay una niña. Lleva la ciruela sonriente
del beso y va mordiendo a la tierra caliente
en un níspero. El aire, tibiamente, a rizar
la verde brisa hebrada de guadual se detiene;
y es una yegua joven la mañana que viene
con las crines de sol al viento y al palmar.
Existe una firme voluntad de crear un nuevo lenguaje, una nueva imaginería poética y tal vez por ello se exageran los recursos, pero, como se verá, su obra desde el punto de vista formal evolucionará poco a poco hacia un estilo más cercano al lenguaje hablado. Sin embargo, en esta primera etapa, que bien podría llegar hasta 1957 con la publicación de El olvidado y Alhambra, la metáfora exuberante, deslumbrante y efectista constituye el eje del trabajo poético de Eduardo Carranza. Y curiosamente, y a pesar de que en la famosa polémica sobre la poesía de Valencia reivindicaba, como se vio, el poder de lo mágico y en especial de los sueños, no hay en su poesía y más aún en esta primera etapa, nada que tenga relación con lo onírico en el sentido y el uso que le dieron los surrealistas, en pleno auge por estos años y que de hecho influyó notablemente a algunos poetas españoles del 27 como Vicente Aleixandre y García Lorca.
Los sueños en el primer Carranza son literalmente sueños o se le asigna a la palabra el significado de lo ilusorio:
tan cerca estás de mí que no te veo,
hecha de mis palabras y mi sueño.
                                              “Domingo”, Seis elegías y un himno.
La cabeza hermosísima caía
del lado de los sueños;
                                              “Soneto insistente”, Azul de ti.
Los recursos metafóricos de Carranza en esta primera época de su poesía están casi sin excepción relacionados con la naturaleza, ya sea geográfica, animal, mineral o vegetal:
Te veo entre gladiolos de agua, flotadora,
niña de quieta luna con límites de aroma;
con la flor de la espuma, cristalina paloma,
la onda anida en ti, y tu roce la dora.
                                             “Nadadora”, Sombra de las muchachas.
Alicia, Alicia Altanube,
fue dibujada con trinos
sobre un silencio moreno
por turpiales sin memoria.
                                           
                                             “Canción de Alicia entre sueño y nube”. Canciones para iniciar una fiesta.
Teresa, en cuya frente el cielo empieza,
como el aroma en la sien de la flor.
                                              “Soneto a Teresa”, Azul de ti
Son los anteriores algunos pocos ejemplos tomados al azar, pues en realidad no hay verso de Carranza en esta primera época –que abarca Canciones para iniciar una fiesta (1936), Seis elegías yun himno (1939), Sombra de las muchachas (1941) y Azul de ti (1952)–, que no haga referencia metafórica a la naturaleza. Y si se leen detenidamente los versos antes transcritos se verá que no se trata de comparar a la mujer con la naturaleza, sino de una identificación total entre una y otra. De hecho, esto lo explica en un poema de la última parte de su obra, publicado en Hablar soñando y que se titula, precisamente, “Tierra-mujer”:
Es la tierra reunida lo que beso
cuando te beso:
frutas fluviales y doradas ramas
de tus cabellos,
ríos secretos desencadenados
donde beben el tigre y la venada,
los mares que subiendo, con su espuma
cantan las dos orillas de la cama
y fosforecen,
las venas de oro, de jazmín, de miel,
de esmeralda solar y óleo secreto,
la saliva del níspero y la piña
cuando te beso.
Es una poesía con muy pocos temas, estos se reducen a la muchacha adolescente, al amor juvenil, a la ausencia amorosa, a la evocación de la infancia. Es una poesía eminentemente descriptiva, que se complace en describir la belleza femenina a través de la naturaleza o viceversa: se utiliza a la mujer para describir a la naturaleza. La adolescente de Carranza es muy suya, distinta a la mujer fatal del modernismo o a la lánguida y enfermiza de los simbolistas y de los románticos. Las muchachas carrancianas son alegres, vitales, radiantes de juventud, frutales y, en los momentos iniciales de su poesía, objeto del éxtasis y de la admiración jubilosa. Su naturaleza es muy colombiana –palmas, ríos, guayabas, cocuyos, potros, jazmines– llena de colores, brillante y alegre. Es el reino de lo sensorial y de lo emocional, expresado en un lenguaje eminentemente plástico. Y para ello acude a los símiles más inverosímiles, producto de una imaginación y de una sensibilidad desbordantes. Ninguna convención lógica o racional lo detiene para lograr matices, golpes de luz, movimientos, descripciones de sensaciones y sentimientos.
Sus versos de esa primera época son como las pinceladas de un pintor impresionista: se advierte una gran exaltación sentimental frente a la naturaleza, mostrada a pleno sol, empapada de aromas y de luz, vibrante, fluida, libre de todo vínculo positivista, llena de color y, finalmente, transfigurada por la tensión lírica. Este impresionismo se extiende también a su afán de evocar la realidad a través de los sentidos, en vez de profundizarla o relacionarla con niveles de orden intelectual.
Y aquí cabe señalar que en Carranza se da un cierto neorromanticismo, en el sentido como se puede aplicar hoy este término: la cercanía a ciertos tópicos que en líneas generales caracterizaron al romanticismo. Y por ello no resulta extraño que a través de su obra utilice varias veces versos de Bécquer como epígrafes y que incluso lo llame en un poema “celeste abuelo”. Su vivencia de la naturaleza, a través de la cual revela su visión del mundo, es un rasgo romántico. Otros rasgos serían los elementos mágicos, intuitivos y el dominio del sentimiento en su poesía, su reacción –explicada ya– contra el clasicismo literario, contra el racionalismo, así como su aspiración a “valores eternos”, tales como Dios, la patria, la tradición, ligados todos ellos a sus ideas políticas, de las cuales se habla más adelante.
Posteriormente, a partir de El olvidado y Alhambra (1957), su poesía adquiere mayor riqueza temática, al tiempo que deja el gusto por la metáfora brillante; en ese momento también la naturaleza deja de ser referencia necesaria y se convierte en un recurso ocasional para proyectar su intimidad.
Otra característica importante de esta primera parte de su poesía que marca también un punto de ruptura con la poesía colombiana anterior es la omisión total de temas culturales, literarios, históricos y bíblicos, lo cual introduce un aire de frescura dentro de nuestra poesía, luego de tantas décadas en que dichos temas fueron obligatorios por influencia de la literatura francesa de finales de siglo.
Mucho se ha escrito sobre la influencia de otro poeta español de la generación del 98, Juan Ramón Jiménez, en la poesía de Carranza. Tal vez se deba ello al nombre que adoptó su generación “Piedra y Cielo”, tomado directamente del título de un libro del escritor andaluz. Pero una rápida comparación entre la obra de ambos no da pie para mantener en absoluto tal aseveración. En gracia de discusión, sin embargo, pudiera encontrarse entre ambos como común denominador precisamente el amor por la naturaleza. Pero la naturaleza de Jiménez, de paisajes virginales, vagos y transparentes, bastante simbolista, es bien distinta a la de Carranza, erotizada y tropical. También en gracia de discusión puede decirse que ambos poetas tienen una marcada inclinación por el valor elocuente de la palabra, por su juego brillante, por su eficacia impresionista. Pero tales recursos son empleados con ópticas muy distintas y, por tanto, sus resultados no se asemejan en absoluto.
La elocuencia y el brillo en la palabra de Carranza es de carácter pasional, no racional como sí lo era, por ejemplo, en Guillermo Valencia. Por ello no resulta contradictorio, a pesar de su preocupación formal por la imagen, hablar en el poeta piedracielista de la importancia de la inspiración. Carranza es un poeta de impulsos, no de un trabajo elaborado y paciente. Para utilizar una frase dicha por él, las palabras le “salen a borbotones del corazón”. Esta tal vez sea la razón de la desigualdad que muestra su obra, en la cual pasa fácilmente de los grandes aciertos a momentos de calidad inferior.
Carranza, y esto no admite duda, toma de la estética juanramoniana aquel aforismo: “arte bello, belleza bella, contra arte feo, belleza fea”; lo toma y lo hace suyo. Porque la belleza bella es el tema de casi toda la obra de Carranza. Y con la belleza, la expresión de los sentimientos positivos, tales como el amor, la esperanza, la amistad, el honor, la lealtad, el amor a la patria. Él mismo ha expresado todo esto con las siguientes palabras: “Quiero yo solamente invitar a los poetas a erigir frente ‘a la poesía que destruye, la poesía que promete’; a volver por el fuero de los sentimientos positivos frente a los sentimientos negativos; invitar a los poetas a escribir frente a la poesía del vacío y de la muerte, frente a la turbia poesía que nos circunda, la poesía de la esperanza, de la ilusión, de la fe, del honor, de la verdad. A reclamar el derecho a expresarse poéticamente de los sentimientos creadores y positivos”. Lejos está, muy lejos, de los temas obsesivos de la última parte de su obra: el paso del tiempo y la muerte.
En Canciones para iniciar una fiesta (1936), Seis elegías y un himno (1939), Sombra de lasmuchachas (1941) y Azul de ti (1952), la poesía de Carranza es una afirmación positiva y jubilosa de la vida y de la existencia, ningún sentimiento turbio, negativo o pesimista empaña su visión del mundo. Esto, aparte de la obvia particularidad de su temperamento personal, tiene varias explicaciones, relacionadas con las circunstancias históricas del momento en que comienza a escribir y también con sus inclinaciones políticas.
Porque el cambio no se produce únicamente en el ámbito poético. En realidad el cambio está en el aire. Los años en que comienza a escribir Carranza coinciden con el acceso al poder del partido liberal, luego de 45 años de hegemonía conservadora. Y más concretamente coinciden con los cambios profundos introducidos en el país por la primera administración de López Pumarejo. Se produce en esos momentos un vigoroso movimiento de ideas que luchan contra el feudalismo económico; comienza el desarrollo industrial del país, se consolidan las clases medias y el sector proletario. La reforma constitucional del 36 da el derecho a huelga y decreta libertad de cultos. En ese mismo año se somete a la consideración del Congreso un proyecto de ley agraria que volvía al principio de posesión basado en la explotación de la tierra. La burguesía industrial acaudillada por López Pumarejo se hace al poder, con lo que varían sustancialmente las relaciones obrero-patrón. Se eleva la capacidad de compra de los campesinos y obreros ampliando la inversión y elevando los salarios e introduciendo préstamos sociales. Se crea en 1936 la CTC a la que se afilian todos los sindicatos del país. En resumen, durante esa década de los años 30, el país sale del patriarcalismo y se sientan las bases de la Colombia contemporánea. Existía entonces en el país un clima de dinamismo y de renovación. El nacionalismo progresista que inspiró la obra política de López Pumarejo influyó sin duda en Carranza y de ahí, para no ir más lejos, su constante evocación del paisaje y de los elementos de la realidad física del país a que se aludía líneas atrás.
Pero ese espíritu nacionalista no le llega al poeta “piedracielista” exclusivamente por la vía ya anotada y aquí es conveniente aludir a las ideas políticas de Carranza, pues en ellas están las raíces de varias de sus actitudes poéticas y también de varios temas recurrentes a lo largo de su obra.
Coincide la etapa adolescente de Carranza con el surgimiento del fascismo en Europa y con el enfrentamiento del falangismo y el comunismo en España. Su formación, adelantada en las escuelas de los Hermanos Cristianos es eminentemente religiosa y conservadora, esto último en un sentido más amplio que el del partido político colombiano que lleva ese nombre. Sus lecturas políticas de aquellos años que influyen decisivamente en sus ideas son las de la derecha española: José Antonio Primo de Rivera, Ernesto Giménez Caballero, Ramiro de Maeztu. La Constitución Boliviana lo marca también en sus posiciones ideológicas. De ella tomará su tendencia al autoritarismo como sistema de gobierno y el sentido nacionalista de dimensión hispanoamericana de Bolívar.
España, no solo por la atracción de las figuras literarias de las cuales ya se ha hablado, ejerce en las ideas políticas de Carranza un influjo decisivo. Considera que el indigenismo social o estético es una utopía y su utilización un acto de demagogia y que para adquirir una conciencia cultural propia los colombianos deben apoyarse en la identidad de lo criollo y en los valores hispánicos, ya que por lo “hispánico –ha afirmado– ingresamos a la cultura y por ello nos insertamos en lo universal”.
Esta proximidad espiritual con España lo lleva a interesarse por el pensamiento de José Antonio Primo de Rivera y a vivir muy de cerca el enfrentamiento de la guerra civil. De la Falange española le interesan el espíritu nacionalista y el carácter unitario del Estado, el no-partido o el antipartido, la identificación de política con cultura y con moral y de poder político con belleza, la crítica al liberalismo individualista y decimonónico. Pero sobre todo le atraen el sabor de utopía en los planteamientos de Primo de Rivera, su arrogancia juvenil y la exaltación de los valores juveniles: el amor, el honor y el deber, la palabra poética que hay en su oratoria política y en especial tal vez aquella frase pronunciada en el famoso discurso en el teatro de la Comedia de Madrid en 1933: “A los pueblos no los han movido nunca más que los poetas y ¡ay del que no sepa levantar frente a la poesía que destruye, la poesía que promete!”.
La rebelión poética contra la lógica adelantada con el lenguaje por Carranza encuentra en el terreno político un sustento en el irracionalismo filosófico que caracteriza al fascismo. Y su reacción contra la técnica retórica que lo llevó a plantear que la poesía debía servir ante todo para animar las grandes causas o declarar grandes pasiones encuentra también su sustento en el terreno político en el idealismo exaltado que el fascismo opuso al materialismo marxista.
En síntesis: nacionalismo, exaltación de la juventud y de los valores juveniles, irracionalismo e idealismo son algunas de las características de la poesía de Carranza muy vinculados a sus convicciones políticas. Convicciones y características a las cuales será fiel a lo largo de toda su vida y toda su obra. Pero lo anterior no quiere decir que esta última no evolucione con el paso de los años. Y esa evolución, por estar tan relacionada su poesía con el plano de lo sensorial y de lo emotivo, se produce de acuerdo con su propia evolución vital.
El olvidado y Alhambra (1957) es, a mi parecer, un libro fundamental en la obra de Carranza, el cual determina el momento en que comienza su obra de madurez. Sin romper con sus recursos anteriores, los utiliza en forma más decantada, ahondando así en las conquistas formales de su primera poesía. La imagen y la metáfora ya no constituyen la preocupación esencial de su trabajo lírico. Se advierte en este ahora un minucioso esfuerzo que busca la eficacia, la precisión; la plasticidad persiste, pero la efusión desaparece, lo sensorial continúa siendo, como lo indicó Dámaso Alonso, una categoría esencial en la poesía de Carranza, pero ahora se ha afinado, está lejos de la exuberancia inicial, de la hipersensibilidad de sus primeros libros. De la descripción gozosa de la muchacha adolescente, a la cual contemplaba casi en éxtasis y que le servía de pretexto para recrear a la naturaleza a través de las más insólitas imágenes, pasa en este libro Carranza a la mujer como objeto de sensualidad; aquí ya no la describe, sino que se sirve de ella para expresar algunas preocupaciones nuevas que ingresan a su poesía: el paso del tiempo, la fugacidad de las cosas que lo rodean, la nostalgia amorosa y él mismo. Porque con anterioridad, el propio poeta estaba ausente en su poesía; había allí amores, nostalgias, paisaje, adolescentes, pero siempre un tú. Ahora el yo aparece en escena y poco a poco se irá apoderando de ella hasta dominarla completamente en sus últimos libros:
Ahora tengo sed y mi amante es el agua.
Vengo de lo lejano, de unos ojos oscuros.
Ahora soy del hondo reino de los dormidos;
allí me reconozco, me encuentro con mi alma.
“El olvidado”
El cambio de tono es evidente, así como también la exploración de otros temas y, repito, la aparición del yo. Porque el poeta ya no es un espectador de la belleza que le ofrece el mundo, ni tampoco su oficio es ya describir esa belleza que lo deslumbraba. Comienza un lento desplazamiento de la contemplación del mundo físico que lo rodea hacia su mundo interior y los conflictos que le suscitan el fin de la juventud y el comienzo de la madurez. El pesimismo esencial de sus últimos libros y su angustia por el carácter temporal de la vida se prefiguran en El olvidado, tienen en esta obra su comienzo. Pero por ahora aparece solamente la conciencia del paso del tiempo:
Sé que el tiempo viene a mi encuentro...
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Oigo pasar el tiempo entre los sueños...
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Bajo mi mano se desliza un río
y el tiempo, el tiempo corre entre mis dedos.
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Como lo anota también Dámaso Alonso, en este momento de la poesía de Carranza el tiempo fluye a través de las sensaciones. En este sentido el paso del tiempo no expresa aún, como sí más tarde, un sentimiento de angustia, no es el tiempo destructor; por el contrario existe aquí un gozo casi sensual en percibir el roce del tiempo en seres y lugares amados:
Oigo pasar el tiempo entre tu pelo.
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Pasan los ríos hacia el otro instante
abriendo el aire, humedeciendo el tiempo.
El tiempo así, viene a ahondar la riqueza de su percepción sensorial, de su sensibilidad. Y esa otra categoría, el espacio, tan notoria en sus primeros libros, queda relegada a un segundo plano.
Existe también en este libro una curiosa obsesión por el sueño, no como trasunto onírico de la realidad sino como recurso para expresar la lejanía:
De todo aquello me han quedado sueños,
sueños, sueños, que el tiempo desdibuja.
Y ya no sé si aquello fue siquiera,
como los sueños.
A veces también el sueño es un escape, una fuga de la realidad hacia el paraíso perdido de su juventud:
Toco el aire dormido. Toco sueños.
Las muchachas dormidas. El silencio.
Toco mi corazón de veinte años
bajo un tibio rumor de hojas dormidas.
Toco la luna de la adolescencia.
Es el comienzo de la soledad, de ese sentimiento de desdicha tan presente en su obra posterior. Y también figura por primera vez aún el tema de la muerte, pero entrevista aún como una vivencia futura.
Después de El olvidado, Carranza se desvía de la línea lírica alcanzada en este libro y comienza un periodo de tanteo, de búsqueda hacia nuevas formas. Escribe Los pasos cantados, publicado solo hasta 1970. Este libro recoge su producción de 1955 a 1968. Durante este periodo traba amistad en España con los poetas de la generación de la guerra civil o generación de 1935, entre ellos Luis Rosales, Dionisio Ridruejo, Luis Felipe Vivanco y Leopoldo Panero. Este último ejerce una marcada influencia en la poesía de Carranza de Los pasos cantados, influencia que será efímera. Los pasos cantadoscontiene numerosos poemas a amigos: “Cantata en honor de Antonio Llanos”; “Palabras a Roberto, nuestro amigo”, “Soneto Mallarino”, “Canción para iniciar el libro de Darío Samper”, “Escrito en el vino”, “Réquiem con una rosa”. En ellos trata de darles otro giro a las formas poéticas de su primera poesía, pero en realidad repite antiguos hallazgos, escritos en un lenguaje más próximo al habla coloquial. Las epístolas a los amigos le sirven para exponer sus ideales políticos de comunidad hispanoamericana, para expresar su gozosa experiencia de la amistad.
Luego del paréntesis de Los pasos cantados, Carranza regresa al tono lírico y a los temas iniciados en El olvidado y Alhambra. Publica en 1974 Hablar soñando y El insomne, volumen que reúne 27poemas, escritos según su propia indicación en el lapso de un año.
Este es también un libro de amor y aunque la relación mujer-naturaleza subsiste, no se empeña como antes en descripciones. La adolescente es ya una mujer madura; aparece como tema el amor físico y abundan las alusiones de carácter erótico:
La magnolia secreta –paraíso del tacto,
medida de la mano– con su peso de música
y amor desfallecido en silencio, ¡oh jardines!
                                                    “Romanza con unas magnolias”
El amor no es ahora la admiración deslumbrada por la mujer, este le sirve para expresar sus preocupaciones sobre el paso del tiempo y sobre la muerte:
Se enamoró mi muerte de tu muerte
cuando ciegos bajábamos por la torrentera
de la sangre y el alma, desterrados del tiempo.
                                                     “Habitantes del milagro”
Si, como se anotó a propósito de El olvidado y Alhambra, comienza a aparecer el yo en los poemas, en este libro se adueña por completo de la escena. Y es un yo enamorado e incluso ilusionado:
“A nuestro parecer”, digo, a mi parecer,
ningún tiempo pasado fue mejor
                                                     “El corazón-Guadiana”
La idea amorosa que predomina en este libro parece ser la de que se vivió la vida únicamente para llegar a ese instante de amor, que todo conducía a ese amor presentido e inevitable:
Me hago el dormido a veces esperando
despertar a ese niño del retrato
que duerme por los siglos de los siglos
–y en el fondo del tiempo y de mi vida–
y que ya te miraba.
                                                   “El niño del retrato”
El niño, el joven, el de sienes grises
iban, iban, dormidos, desvelados,
hacia una tarde entre las tardes, iban
con la sangre sorbida hacia ese sitio.
Lo supe de repente y lo digo aquí bajo
mi palabra de amor.
                                                   “Azul y repentina”
Otra idea en la que insiste Carranza en este conjunto de poemas es en el poder físico de la palabra. Más allá de dar un simple testimonio de carácter verbal, la palabra es vida o al menos en ella está la vida con todas sus atribuciones:
Si tocas las palabras anteriores
te quedará la mano ensangrentada.
                                                   “El desdichado”
Si alguien quiere tocar la brasa pura
del amor en los años venideros
que toque estas palabras donde brilla
nuestro quemante beso para siempre.
                                                   “Madrigal con un río, una rosa, una hamaca...”
Esta identificación de vida y poesía es también un rasgo de origen romántico y en Carranza lo será a lo largo de toda su obra, así solo lo diga expresamente en la última parte de su trabajo poético.
Escribe el poeta piedracielista en este libro algunos de sus mejores poemas de amor, como por ejemplo “Galope súbito”, mezcla de delirio y pesadilla exaltada, de visión apocalíptica, o “Galerón” en el que sus grandes temas, la mujer y la naturaleza, adquieren una dimensión diferente al enfrentarlos ya con el tema de la muerte:
Quiero que bailes, bailes sobre el polvo
que ha de contar mi historia enardecida,
entre la luz y el viento que me oyeron,
sobre la tierra que nos vio, que bailes
piernas desnudas, pelo delirante,
un galerón.
                                                        “Galerón”
En Hablar soñando aparece tanto el poema largo escrito en un lenguaje que ha evolucionado hacia el habla un tanto coloquial, como el poema breve epigramático, en recreaciones de poemas medievales que se conocen con el nombre de “canciones de doncella” y en las que el poeta, como recurso formal, habla con su madre para confiarle sus penas de amor.
Enseguida, es decir en 1975, publica Carranza su último libro hasta el momento: Epístola mortal y otras soledades. Aquí profundiza temas que con anterioridad había tocado en forma tangencial. No es un libro de amor sino, como el título lo indica, un libro sobre la muerte, la fugacidad de la vida y la soledad. El desengaño y una gran melancolía –ahora sí de verdad– salen de su voz:
Rompo esta pluma. Cierro mi ventana.
Y expulso los fantasmas de mi casa.
Quiero apagar la voz que te ha cantado
como “el viento que canta en un incendio”,
tronchar el silbo blanco de la alondra
y pasar los recuerdos a cuchillo.
                                                           “Hablando solo”
En esta última parte de su obra, él mismo lo ha dicho profusamente, están muy presentes los que llama sus “poetas temporales”: Rubén Darío, Quevedo y Antonio Machado. Pero tal vez más que ninguno Jorge Manrique. El tono general de este libro es manriqueño, es decir elegiaco, obsesionado por la futilidad de la vida frente a la muerte. El poema que da nombre al libro, “Epístola mortal” es por su tema y por su intención una versión siglo xx de las famosas coplas de Manrique. Carranza se desprende ya de sus excesivas preocupaciones de índole formal y entabla literalmente un diálogo consigo mismo:
Eduardo, Eduardo: ¿qué haces
mirando correr el río,
dando palabras al viento?
Y, ¿qué has hecho de tu vida
mirando pasar las nubes
y los fantasmas azules
que creíste estaban fuera
y eran en tu corazón?
                                           “El poeta pregunta por su vida”
Ya no existen ni la mujer, ni la naturaleza, solo él, sus muertos y sus recuerdos. Estos le sirven para plantearse el desengaño esencial frente a la destrucción inevitable del tiempo y de la muerte. Si antes podía decir, en Los pasos cantados:
El tiempo nada puede.
Todas estas son cosas inmortales.
                                              
                                          “Interior”
ahora debe reconocer que:
...todos estamos muertos, muertos, muertos:
los de Ayer, los de Hoy, los de Mañana...
sembrados ya de trigo o de palmeras,
de rosales o simplemente yerba:
nadie nos Hora, nadie nos recuerda.
                                            “Epístola mortal”
Se despide, ahora sí de verdad, de las muchachas, de sus ilusiones políticas y de sus sueños, incluso de él mismo. La muerte para Carranza, en esta última parte de su obra, es la pérdida de identidad; se dice finalmente adiós a él mismo.
Es interesante señalar cómo la poesía de Carranza sigue muy fielmente un ciclo vital, el suyo, y refleja en su forma y en sus temas sus experiencias e ideas y evoluciona de acuerdo con su propia evolución. Su poesía de juventud muestra el corazón de un adolescente e igual será luego cuando llegue a la madurez y por último a la vejez. Es una vida entera, con todas sus pasiones, ilusiones, desengaños y equivocaciones la que está escrita en sus versos. Carranza se ha jugado entero en su oficio de escribir y nada ha omitido, ni aun ese trágico desengaño final, para entregar, como él mismo lo ha dicho, su corazón escrito.
Por MARIA MERCEDES CARRANZA
Prólogo de María Mercedes Carranza
Fondo de Cultura Económica
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