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Muertes paralelas

 La noticia me la contaron un par de amigos bohemios y sabios jurando que era como para esta columna, siempre al acecho del absurdo; es decir de la realidad, de la vida. Yo no la había leído y fui a hacerlo con mis propios ojos, y era cierta y espantosa: el 21 de mayo pasado se suicidó, a los 78 años de edad, el ensayista e historiador francés Dominique Venner. Fue un poco después de las 4 de la tarde, según Le Monde, de un tiro certero en la boca.
El hecho no sería tan extraño –más allá de esa muerte enfática y de su propia mano, que tampoco es que se dé todos los días– si no fuera porque ocurrió dentro de la Catedral de Notre-Dame en París, frente al altar mayor, delante de más de 1.500 turistas y visitantes atónitos que vieron al anciano suicida caminar lento pero erguido, dejar una carta sobre el retablo, y luego, “sin decir palabra”, pegarse un tiro en la boca que debió retumbar en cada rincón del templo como un campanazo.
Afuera también se debió oír el estallido seco y su sordo rebote en el cielo parisino, como en las películas en que una rápida sucesión de cuadros va ampliando la mirada sobre el lugar donde ocurrió una escena, primero de cerca y después de más lejos, y más lejos, y más. Hasta que el panorama es inmenso y lo contiene todo, el ruido de los que estaban allí y el silencio o la indiferencia de los que estaban afuera y nada supieron. Luego se oyen los gritos, las primeras sirenas aún muy lejos. Las palomas que volaron en bandada con la detonación, batiendo las alas.
Algo así hizo en 1931 la feminista mexicana Antonieta Rivas Mercado, y los periódicos y los columnistas de allá (de su país, de México) se apresuraron a señalar ahora casi con orgullo y con terror el parecido de las dos muertes, de las dos maneras de morirse en ese sitio sagrado apretando el gatillo dentro de la boca. También ella caminó muy lenta y muy erguida hasta el altar mayor de Notre-Dame, dejando una carta; la pistola que llevaba era la de su amante, el político y escritor José de Vasconcelos. Las palomas huyeron con el disparo, batiendo las alas.
En el caso de Venner su muerte tenía el propósito de engendrar un símbolo, de transmitir un mensaje político. Él mismo lo dejó dicho en ese papel que puso sobre el altar antes de darse el tiro, “me mato para despertar las conciencias adormecidas”. Y lo hizo, se mató. Protestando contra la ley del matrimonio igualitario que acaba de ser aprobada en Francia, pero también contra algo mucho más terrible (según sus palabras) que está arruinando a Europa: la inmigración incontenible y alevosa de los musulmanes, el triunfo de esos enemigos ancestrales de ‘la civilización’. Una paranoica inmolación de extrema derecha, un sacrificio delirante.
¿Tendría en mente Venner a Antonieta Rivas Mercado, se imaginó por un segundo que su muerte en ese mismo altar era una especie de homenaje y ofrenda a una mujer que encarnaba todo lo que él más odiaba en la vida? Él de derecha, xenófobo y fundamentalista; ella liberada y de izquierda, feminista, mexicana. Él atormentado por la suerte de su país y su cultura, por la decadencia del mundo, su mundo; ella despechada y deprimida, huyendo del amor fallido. Ambos caminaron lentos y erguidos antes de abrir fuego y oír el aleteo de las aves.
“Qué falta de humildad”, dijo Vasconcelos en 1931 al enterarse de que el suicidio había sido en Notre-Dame. ¿Cuál? Cualquiera, todos. En 1989 Paul Hersant también se mató allí, saltando al vacío desde la torre sur. Había perdido su trabajo y debía dos meses de arriendo. Cayó sobre un pobre peatón que pasaba sin saber que la muerte le caía del cielo.
Qué falta de humildad la muerte en Notre-Dame.
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