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Silva por Carranza

Esta 'melodía de fondo para un retrato de Silva la publicó quien fue director de este suplemento.

EL POETA EN SU CASA
La casa del poeta, sita en la par­te alta de la ciudad, se adorme­ce en esta hora dorada de la siesta. Es una vieja casona es­pañola llena de silencio, de aquel maravilloso silencio de antaño, semejante al que halló Don Quijote en la casa de don Diego de Miranda, el Caballero del Verde Gabán.
Hay en la casa un jardinci­llo en donde ríe la boca bermeja de los gera­nios, en donde sonríen pálidamente las aza­leas con su rostro de 5 pétalos. En el corredor, de lucientes ladrillos, está la tinaja en cuyo fondo tiemblan el cielo y la frescura. En su jaula calla el turpial. Hay también en la casa un huerto de árboles frutales que a veces se cubre de alas blancas y rosadas. Y una biblio­teca con un amplio sillón. Y una galería de cristales en donde se exalta el sol.
El poeta pasea por el jardín y piensa en otra cosa. Es un hombre fino, elegante y her­moso. Tiene el rostro ovalado y marfileño. Los ojos grandes, oscuros, almendrados, y como agrandados por una fiebre secreta, por el en­sueño. Su nariz recta y vibrátil parece aspi­rar una rosa que no es de este mundo. Su bar­ba cae suavemente y rizada. A veces hacia ella va su mano pálida y larga de sensitivo. El poe­ta anda como perdido por un sueño y algo mu­sita su bella boca sensual cuyo gesto vacila en­tre la ternura y la ironía. Tal vez dice: El verso es vaso santo; poned en él tan sólo / un pensa­miento puro, / en cuyo fondo bullan hirvien­tes las imágenes / como burbujas de oro de un viejo vino oscuro (…)
EL CORAZÓN DE LA LLUVIA
Ahora ha caído la tarde sobre la vieja ciudad de SantaFe de Bogotá. Llueve dulcemente y un rumoreo de campanas, de 2, de 10, de 20 igle­sias, corre sobre la ciudad como un aéreo río de bronce. Los cerros tutelares a cuyos pies de­mora SantaFe, se han cubierto de niebla. Y la niebla, como fluida imagen de la melancolía, invade toda la Sabana de Bogotá. Y llueve dul­cemente.
Se diría que va a llover toda la vida. José Asunción Silva pasea por el amplio salón de su casa. El salón se esfuma en la penumbra y es como si se internara en el pasado, en un vago tiempo turbador. Brillan en torno las raras co­sas primorosas, las porcelanas de seda, los mar­files y los cristales que el gusto fino y exótico del poeta ha ido acumulando en su contorno. Cuel­gan del techo las arañas como aéreos bosque­cillos de cristal. Los espejos se marchan al in­finito. Los retratos de los abuelos miran desde otras vidas anteriores, también desde sus vidas desesperadas, con su ensueño y su enigma.
Des­de el final de la calleja empedrada llega el eco de un piano. La mano blanca de una lánguida y pensativa señorita balancea una antigua sona­tina. De más lejos, de la iglesia, llega un rumor litúrgico. El poeta se acerca a la ventana. La tarde se ha puesto trémula y suspirante. Afuera palpita, tímido y azorado, el transparente cora­zón de la lluvia. (Es el fin del siglo XIX y nun­ca, ni antes ni después, ha llovido tanto en la literatura y en la vida. Giran los valses en tier­no abandono. Palidecen las mujeres y los poe­tas. La luna brilla sobre los versos y los corazo­nes. Tal vez en lo remoto suena un clarín y se encienden las fogatas de la guerra: es todavía el lluvioso y patético siglo XIX, es el tiempo de nuestros abuelos que amaron y cantaron y murieron bajo el árbol morado del romanticis­mo, bajo el árbol llameante de la guerra civil).
Afuera sigue lloviendo. El poeta apoya su fren­te en los cristales. También la lluvia acerca a la ventana su rostro bañado en llanto. El mundo es solamente un blanco rumor lejanísimo. El poeta repite: La luz vaga…, opaco el día. / La llovizna cae y moja / Con sus hilos penetrantes la ciudad desierta y fría; / por el aire, tenebro­sa, ignorada mano arroja / un oscuro velo opa­co de letal melancolía… (Y ya siempre veremos a Silva, príncipe de la soledad y la melancolía, tras una reja de llu­via en su torre de lluvia).
LA TARDE ÚLTIMA
El poeta pasea la mirada por su vida. Se ve niño mimado, en la suntuosa y letrada casa de sus padres. Se ve, lírico adolescente, presin­tiendo en torno de su alma abismos y sirenas, encantado con la melodía becqueriana, su­friendo metafísicas desazones y amorosas an­gustias. Recuerda su viaje juvenil a París. Allí le turbó para siempre el aroma de la decaden­cia.
Abrió toda su alma al celeste infierno de Baudelaire, a la voz de Ver­laine entrecortada de sollo­zos y violines, a la vague­dad del lied maetterliano, a la morbideza sentimen­tal de Samain, al reino fa­tal de D’Annunzio, al mun­do alucinante de la novela psicológica, a la estética he­roica de Mallarmé (a quien más tarde enviaría una or­quídea desde la tropical Ca­racas); bebió la orgullosa fi­losofía del yo en Nietzsche y en Barrés; escuchó la ro­manza confidencial de Musset y el musicis­mo simbolista; volvió los ojos hacia la vaporo­sa ilusión de los prerrafaelistas y aprendió del simbolismo francés a esfumar los contornos del verso, a establecer sutiles enlaces entre los sentimientos y las cosas, a diluir sobre el mun­do visible una como ceniza azul que lo torna casi inefable… Su corazón se colmó de una ti­tánica ambición intelectual, y de regreso a la mansa y tradicional, SantaFe, embriagado de pasión literaria, quiere realizar el puro varón estético, el superhombre, el cachorro nietzs­cheano, el héroe de la inteligencia.
Su espíritu despierta de su delirante es­teticismo al choque con la yerta y amarilla realidad santafereña. La fortuna familiar se desmorona. Emprende entonces quiméricos negocios e intenta crearse una nueva persona­lidad de hombre de empresa. Todo en vano.
El gran señor ve amenazadas, con la inminente penuria; las exigencias de su vida suntuaria, su gusto por lo exótico, lo caro, lo refinado: los perfumes, extremados, los hondos vinos, el ta­baco lejano. Al regreso de su viaje a Caracas, en fugaz misión diplomática, pierde lo mejor de su obra en el naufragio del Amerique. Mue­re en la flor de la edad de hermana Elvira, la tierna confidente.
Cae en una insondable me­lancolía. Aislado dentro de una realidad que mira con pesimismo e ironía, dentro de un ambiente que siente hostil y desdeñoso, se re­fugia en su orgulloso esteticismo, en la órbi­ta absoluta de su alma. Y se entrega apasiona­damente a la creación poética junto al fervor de unos pocos amigos y entre el desdén de los retóricos imperantes, de los impávidos huma­nistas y de los románticos fuera de tiempo. En tanto arrecia el desastre financiero y los acree­dores no esperan más.
LA NOCHE PARA SIEMPRE
El poeta mira la lluvia. Se diría que va a llover eternamente. Ha caído ya la noche so­bre la ciudad monástica y sobre su oceánico corazón. El poeta tiene la barba en la mano, el soñador rubendariano. Y pasea la mira­da por su vida. Él ha querido “sentirlo y ver­lo y adivinarlo todo”. Ha interrogado vanamente a la tierra, a la noche, a las estrellas por el secreto del más allá. Su corazón apenumbrado ha latido por el infinito. Su mirada vio en el rostro de las co­sas viejas –del arpa y de la reja, de la carta con lá­grimas, de libro con flo­res–, de las cosas que la mano del polvo empieza a tocar y a descaecer, la lu­cha secreta entre la vida y el tiempo, entre la pugna por durar y la im­pasible mano que lo abate.
Su palabra hundió sus raíces en los enigmas para siempre turba­dores del Destino, del Amor y de la Muerte. Ha buscado la verdad y la realidad en las sen­saciones extenuantes, en el puro amor y en el fiero amor, en la música, en los libros y en las obras de arte, en la riqueza y en el lujo: todo le ha dejado en el alma una nueva angustia, en la boca un nuevo sabor amargo. Su men­te pasmosamente lúcida para el análisis ha conocido todas las torturas de esa peligrosa propensión. Solo ha logrado convertirse en el más “fino instrumento del dolor”. Y es, a los 30 años, el más viejo, el más cansado, el más desengañado y el más triste de los hombres.
Esta mañana su médico le dibujó el contor­no del corazón. Ahora llueve infinitamente. Y ha caído la noche para siempre.
POR. EDUARDO CARRANZA
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