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La religiosa en sus propias palabras

Apartes de la autobiografía que escribió Laura Montoya, por penitencia del padre Enrique Le Doussal.

‘Sufrir es la sal de la vida’
¡Ay, lo que siento por los que nos hacen sufrir! Verdaderamente veo motivo de mayor agradecimiento. Sufrir es la sal de la vida. Así como la sal preserva de la corrupción, así el sufrimiento impide que el alma se corrompa engolosinada, por decirlo así, con las gracias de Dios. ¿Y qué diré de lo que el corazón se dulcifica con el perdón y el olvido frecuente y repetido de las injurias? ¿Y cuánto gana en lo del propio desprecio? ¡Dios mío! Que a veces no acierto a comprender si valen más las gracias de vocación religiosa, oración, etc., o la de sufrir persecución y calumnia. Todas las gracias de Dios, aunque sean las más grandes, quedan amparadas bajo el paciente sufrir, libres de la baba que nuestra misma naturaleza puede echarles. Benditas cruces, benditos dolores. Por eso, Dios mío, no me los quites, no me prives de ellos hasta que en tus brazos esté resguardada por tu vista. Esto lo tengo pedido al Señor. (Lea también: La antioqueña que hizo patria).
‘La Sagrada Escritura me embelesa’
La Sagrada Escritura es a mi alma esa miel exquisita para la cual mi paladar en la tierra está como entorpecido y que gustaré en la eternidad, como al mismo ser de Dios. Leo siempre en ella muy corto porque me engolosino pronto y luego no me toca, como a San Jerónimo, vivir exclusivamente con ella. Eso se me guarda para el cielo. Aquí tengo el dolor, el puro dolor; porque hasta la misma santa Biblia lo engendra en mí. ¡Ay!, la sagrada Biblia, mi bocado de la eternidad, al cual doy aquí en la tierra ligerísimas ‘lamiditas’ y me alimenta, embriagándome en amargura dulcísima o en dulzura amarguísima. No sé definir lo que siento. Cuántos disparates estaré estampando aquí, Padre mío, para al fin no haber dicho nada. (Lea también: Así se elige a un santo).
‘Amor al martirio’
Cada virtud me parecía la más hermosa y quería practicarlas todas con la mayor perfección. Me embelesaba leyendo vidas de santos. Los mártires, sobre todo, me arrebataban. ¡Qué amor tan bello el del martirio! Me parecía tan poco dar una sola vida por Dios que me encariñé especialmente con Santa Perpetua y Santa Felicidad, porque tenían la misma pena.
He leído que el martirio supera a la virginidad y así lo sentía yo entonces. De la virginidad no conocía sino el perfume exterior; era como mi porción amada y no me inquietaba por entenderla. Amé y admiré el martirio, pero jamás he creído ni deseado ser mártir de la sangre. ¡Cosa rara! Otros martirios sí siento que son porción mía. Pero la gloria que a Dios da el martirio de sangre me enajena. Ay, ¡Dios mío!, ¡si yo pudiera coronarte con mártires en la Congregación! Pero detente, pluma. Ese es bocado demasiado rico, yo no lo merezco; pero Vos, Dios mío, sí lo merecéis. Arreglad estas incompatibilidades. ¡Dadme mártires! (Video: Canonización, clave en diálogos de paz).
El infierno
¡Cuántas veces he imaginado estar paseándome por encima de sus llamas, cantando en unión con los ángeles el Santo, Santo, que ellos repiten sin cesar! Si el infierno no muestra la santidad inmensa de Dios, no veo yo en qué otra parte podamos leerla con caracteres más claros. En este sentido me ha sido hasta amable el infierno. Si a mi Dios le faltara siquiera un átomo de santidad, mi dolor no conocería límites. Por eso, el infierno, que me prueba que su santidad es infinita y que mantiene el pecado lejos de sí y que su solo hálito mantiene encendidos aquellos fuegos, me es amado. Además, cuando considero la malicia del pecado y veo que es un mal que toca a Dios, me parece el infierno un refugio. No me atrevo a seguir diciendo lo que el infierno enseña porque temo escandalizar a quienes no alcancen a ver el espíritu que esto dicta. (Lea también: Tres milagros y una cama bendita).
La humildad
Veo claro que la humillación es la margarita rica del Evangelio y que por conseguirla se debe vender cuanto tenemos, porque ella sola vale más que todas. Rehuir las humillaciones es perder la mejor ganancia, es renunciar al último puesto, que es el que justamente me pertenece, es apartarse del espíritu de Jesús, es renunciar a ser humilde, es exponerse a la perdición porque si Dios quiere que por las humillaciones vayamos al cielo y las rehuimos, renunciamos al cielo. (Lea también: Colombia, bajo el signo de Laura).
El dinero
No recuerdo si referí antes lo que me ocurrió con una señora que, en su negocio de comercio, quiso hacerme rica y, por no serlo, no le acepté la propuesta. Al oír la negativa, ella lamentó mi majadería, pues así llama el mundo el desprecio de los bienes terrenos (...). Hoy bendigo a Dios por haberme librado de los millones. Quizá con ellos no hubiera podido emprender la obra de los indios porque en cuidar los millones me hubiera sentido sin tiempo de pensar en las almas de mis hermanos.
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