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Portugal en abril

Óscar Collazos
Para los hispanoamericanos de la segunda mitad del siglo XX, Portugal no estuvo nunca en el cuadro de honor donde figuran los escritores de la literatura europea contemporánea. Portugal era, a duras penas, una mitología de navegantes, un anacronismo colonial y una dictadura que sobrevivía al final de las dictaduras europeas.
De 1932 a 1968, el país de Camões, Eça de Queiroz, Antero de Quental y Fernando Pessoa, estuvo bajo el dominio de una dictadura bautizada con el estrafalario nombre de Estado Novo. La fórmula de Oliveira Salazar estaba inspirada, como la de su vecino Francisco Franco, en el fascismo italiano.
Hasta bien transcurridos los años 70 del pasado siglo, la península ibérica era una anomalía de Europa occidental. Aunque España y Portugal habían dejado raíces en sus antiguas colonias, las élites cultas de América Latina las habían abandonado durante casi medio siglo.
Los iberoamericanos no miramos hacia Portugal como lo hicimos, pese a los 40 años de dictadura, hacia la España anterior a la Guerra Civil, cuando se dieron los momentos luminosos de la Generación del 98 (Unamuno, Machado, Baroja, Azorín,Valle Inclán) y al grupo de grandes escritores y artistas de la Generación del 27. En la Europa occidental tampoco se miraba hacia el desierto cultural de las dictaduras salazarista y franquista.
Se habló mucho de la vocación americana de la península ibérica, pero cuando estos países estrenaron democracia y recibieron las primeras invitaciones para la fiesta de la Europa comunitaria, un gran novelista portugués, de aparición tardía, escribió a contracorriente la novela de ese instante. En La balsa de piedra, de José Saramago, la península ibérica se separa de Europa en la línea de los Pirineos; convertida en una inmensa mole mineral, empieza su incierto vagabundeo por África y América.
La fábula de Saramago era una alegoría política. En muchos sentidos, a él se debe el redescubrimiento de Pessoa para los no iniciados. El año de la muerte de Ricardo Reis (1985) reedificó el monumento al mito moderno de la literatura portuguesa, intocado por la estupidez salazarista.
De la literatura portuguesa contemporánea se sabía poco. En 1971, gracias a Rogerio Paulo y al dramaturgo Bernardo Santareno, me entrevisté en Lisboa con el equipo de la revista Seara Nova, una publicación de resistencia cultural y política fundada en 1921. Lo cierto es que Portugal no existía en las reseñas de las literaturas europeas de la posguerra.
Las energías que consume la resistencia de la cultura a una dictadura relegan a un segundo plano los rigores artísticos de la literatura. Subordinada al poder policivo, burlando como puede la censura, la literatura se vuelve circunstancial y clandestina. Lo pude aprender mejor en aquellas entrevistas en Seara Nova, donde Saramago publicaba reseñas literarias: Portugal no existía más allá de sus fronteras.
España "exportó" a Europa y América a los escritores de una generación surgida hacia 1950. Hijos de la guerra, habían nacido entre 1920 y 1930. Antes de la muerte de Franco, estos escritores hicieron su tránsito personal hacia la democracia: se abrieron al mundo, alumbrados por un faro que no pudo apagar la dictadura: los escritores del exilio.
Con muy pocas excepciones -Saramago, Cardoso Pires, Antonio Lobo Antunes-, los hispanoamericanos conocemos mal la literatura portuguesa. El Portugal generoso que llega a la Feria Internacional del Libro de Bogotá es casi un desconocido, pero si guarda joyas como el desconcertante Gonçalo M. Tavares, nuestra curiosidad cultural debería volver los ojos a las letras de ese país.
Óscar Collazos
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