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Editorial: Afinar la estrategia

Editorial
Pocos temas en la historia reciente del país despiertan posiciones tan encontradas como la tragedia del Palacio de Justicia. El asalto a sangre y fuego perpetrado por un comando del M-19 y la posterior recuperación del edificio, en una operación que incluyó disparos de artillería contra su fachada, son imágenes que, más de 27 años después, le siguen doliendo a Colombia. Mucho más, la tragedia de las once personas -diez empleados de la cafetería y la guerrillera del M-19 Irma Franco- que, según varias decisiones judiciales, sobrevivieron a los hechos y hoy siguen desaparecidas.
De allí que sea comprensible el intenso debate generado por la defensa del Estado colombiano ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos por el mismo caso. En un escrito de casi 350 páginas, el abogado Rafael Nieto Loaiza sostiene que ese tribunal no es competente para juzgar un hecho de guerra y, de fondo, que, tras la retoma del Palacio, no hubo personas desaparecidas ni se torturó a varios de los sobrevivientes. Al respecto, Adriana Guillén, directora de la Agencia de Defensa Jurídica de la Nación, afirmó ayer que el Gobierno reconocerá por lo menos dos casos de desaparición.
Aclaraciones aparte, se trata de una posición que durante más de un cuarto de siglo han defendido las Fuerzas Militares, pero que va en abierta contravía de sentencias judiciales -las condenas del coronel Alfonso Plazas Vega y el general Jesús Armando Arias Cabrales- y de investigaciones tan serias como la que en su momento llevó a cabo la Comisión de la Verdad, integrada por tres expresidentes de la Corte Suprema.
Nieto asegura que "la supuesta desaparición se dio mientras los civiles estaban bajo la custodia del grupo guerrillero (...). El incendio causado por el M-19 condujo a la calcinación de los presuntos desaparecidos y esto impidió la identificación de los restos".
Las conclusiones de dos jueces y el Tribunal Superior de Bogotá son otras. Las sentencias mencionadas responsabilizan a la guerrilla del M-19 por haber generado la sangrienta tragedia, pero hablan también de excesos en la retoma. Esa es la base de la condena contra el coronel Plazas y el general Arias Cabrales por la desaparición de al menos dos personas. Y en los próximos meses se conocerá la sentencia del coronel Edilberto Sánchez, exjefe de inteligencia de la Brigada 13 y a quien algunos de los militares procesados han señalado de ser el directo responsable de lo que pasó con los sobrevivientes.
Sin desconocer, ni mucho menos, el derecho de los oficiales condenados a apelar los fallos en su contra y la visión del estamento militar sobre la toma, preocupa que -como ocurrió recientemente en la defensa del caso Santo Domingo, que terminó en condena contra el país- se esté planteando una división entre las entidades del Estado directamente señaladas ante el Sistema Interamericano y la acción de la justicia colombiana. A esto se agregan las distancias entre las posiciones de Nieto y Guillén.
Las demandas en el Sistema Interamericano, que se cuentan por decenas y en las que las probabilidades de salir con éxito son harto limitadas, se entablan contra el Estado colombiano, y como tal, la estrategia de defensa no puede atender posiciones diferentes a las que reflejen los mejores intereses de la Nación, empezando por asegurar el imperio de la misma justicia. Defender con todos los argumentos lo que es defendible -como se demostró en el caso de las falsas víctimas de la masacre de Mapiripán-, pero conciliar aquello donde la fuerza de los hechos se impone sobre las posiciones ideológicas debe ser el norte de la estrategia en un flanco que, a pesar de ser clave, estuvo descuidado por años.
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