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Alfonso Carvajal plasmó en novela las fiestas de San Pacho en Chocó

El festejo fue declarado en diciembre Patrimonio Cultural de la Humanidad. Un capítulo.

En el camino encontró a Sibila. Una colegiala de ojos orientales y audaces; una jovencita precozmente inquieta. Se enredaron en los yugos de la amistad. Fueron charlas tiernas: el amor ingenuo, la música, y esa dulzura almibarada del jugo de borojó en la garganta.
El santo recogía piedras y las lanzaba al río, pozo corriente de la dicha, mientras relataba con picardía cuentos de su niñez. Le dijo que su madre lo parió en un nido de pajas, y que eso (anécdota banal y campestre) no lo hacía superior ni inferior a ningún cristiano. Que casi visita el África pero la fiebre se lo impidió. Que había construido una iglesia modesta de piedra y barro. La luz de sus palabras, el hechizo distraído de su acento, acaloraron el corazón de la joven que se enamoró de él.
Sibila se transmutó: la vanidad de sus hormonas sufrió una metamorfosis, un cambio extremo. Se coloreó de uvas la boca y la alegría caminaba rotunda en sus caderas. Era otra niña, una mujer creciendo rápidamente. Unos ojos pícaros asentados en la realidad. Cuando visitaba al santo, con la necesidad del pretexto, toda su combustión interior se derramaba sobre su piel de ángel negro. Faldas diminutas y descubrimientos que velaban parcialmente sus senos de melao, iluminaron la ansiedad de Francisco.
Un día circunstancial, la sorpresa le llegó por debajo de la puerta: un papel enrollado de amor. Sibila desnudó sus deseos con corazones inyectados de flechas y una gramática infantil. El santo se estremeció, una pequeña puñalada se enjauló en su pecho.
Algo sabía de esa sensación, algo inolvidable y que volvía a degustar espontáneamente. No era un sentimiento de culpa, sino un temor físico a enamorarse y a perder el control, a extraviarse en otro ser igual a él y suplantar a Dios momentáneamente. Un vacío punzante se instaló a la altura de su estómago y le revolvió el nuevo mundo que lo embargaba. Estaba en la Tierra -pensó- pero eso no le daba derecho a violar su castidad de muerto.
Sibila, acostada en su lecho de madera, en el barrio Chamblún, añoraba la imagen de Francisco y ardía en sueños. Imaginaba cómo él besaba su cuerpo, cómo sus dedos imaginarios surcaban la piel de sus suspiros y se dejaba llevar por esas fuerzas extrañas sin oponer resistencia. Se iba...
Francisco, en otro ámbito de la ciudad, oraba para alejar espiritualmente la bendición del amor. Sus ruegos querían apagar las llamas que doraban sus sentidos y pedía a la Divina Providencia un alto en el camino, la prudencia y el alejamiento del placer doblegándolo. Su misión -que no estaba muy clara- no debería ir más allá de su experiencia pasada, de siglos.
Una tarde húmeda y lluviosa, ella se lo dijo con pasión escolar:
"Quiero que me enseñe el amor".
Francisco calló, largo. Ordenando los deseos de su confusión le respondió: "Mañana, cuando el Sol despida el atardecer la espero en la retaguardia de la catedral", palabras que sonaron a batalla, a contienda religiosa.
Los rayos del Sol desaparecieron, se escondieron al otro lado del mundo. Tres golpes en el portón revolvieron el misticismo añejo del santo. No lo dudó y abrió rápidamente el gran resquicio de la espera. Allí estaba Sibila como una virgen palpitante. Allí estaba, altiva, ingenua, y con los furores de fuego en su mirada pidiendo seguir.
-Siga, siga, ¿quiere un vino de consagrar? Es lo único que puedo
ofrecerle -dijo nervioso y de carrera.
-Así está bien -contestó la niña aventurera. El ambiente tenía el ritmo de un sacrilegio, de una desazón canónica. Solo el zumbido de una mosca arañó el silencio. Pasaron dos minutos o un siglo.
Sibila se sentó orgullosa en la orilla de la sábana bordada con un
Cristo crucificado. El santo apagó de un soplo las dos velas que iluminaban el momento, y después de dar un círculo lento como un águila se acomodó tibio a su lado. En un movimiento sinfónico, sin la argucia del cálculo, besó su frente, la punta redonda de su nariz, sus labios negros, y se detuvo en la calidez rígida de su cuello. Y luego trató de rasgar los centímetros de su vestido, encontrar abruptamente la desnudez; ella con brusquedad virginal, umbral del instinto, dijo que mejor lo hacía sola. En el aposento, escenario claro y oscuro de la representación, entró un resplandor de luz de luna, y un mutismo alborotado distanciaba a los dos actores en la penumbra. Inmóvil, ella, parecía una espumosa eternidad. Él esperaba, anhelo súbito, un milagro con la emoción revoloteándole en las entrañas. Un calor pegajoso se colaba entre sus cuerpos y solo aguardaban el zarpazo repentino de la oscuridad.
Las manos de la muchacha levantaron el camisón y lo colocaron con orden colegial a los pies de la cama. Sus pechos enormes y torneados como dos mangos maduros vistieron la noche. Eran poderosos y desafiantes.
Francisco permaneció sigiloso, ante la eclosión de una desnudez pura, avergonzada y temblorosa. Una fragancia de leche virgen, de perfume recién tostado, cocinaba la atmósfera. El santo murmuró cosas dulces, desde lejos, a los pezones grandes y tiernos que coronaban la cima de los senos de Sibila. Ella se quitó la falda, telón de las piernas, y con el mismo ceremonial de antes la puso encima del camisón abandonado. Un diminuto calzón, rebaja comprada en la galería de los Milagros, descubrió por fin su rosa enmarañada. Una risa infantil y tímida rompió la calma en dos.
Sibila ya no miraba la ventana, parecía no pertenecer a este mundo e ir segura a un cadalso que la hacía feliz. Sintió las pupilas ansiosas y puntiagudas del hombre visitar su piel, espiar sus senos de pomarrosa, con la única complicidad testimonial de la luna afuera, impotente y blanca, paralizada.
El calzón blanco, minúscula prenda del sexo cayó al suelo y su cuerpo, mapa geográfico de la entrega, quedó como Dios lo mandó al mundo. Las nalgas, porciones privilegiadas del deseo, brotaron intactas, redondas. Divididas en dos jugosas toronjas nocturnas. Los ojos melancólicos de Francisco brillaron y la joven tembló, divina en su desnudez.
Arrodillado, flexión cálida de la reverencia, Francisco mordisqueó suavemente la dureza ardiente de aquellas rodillas. Sudaba y sus labios temblorosos escarbaban, con el afán de la extinción, los muslos de ébano y subían airosos a un paraíso desconocido. De pronto, en un acto casi de levitación se levantó y se postró silencioso en un rincón. La emoción, la sumisión al sentimiento, se tornó en tristeza, en retiro voluntario. Sus brazos, arcos del tesón, perdieron solidez y cayeron en el vacío.
Con restos de resignación miró prolijamente a la muchacha, quien encarnaba el esplendor y la aspereza de una flor salvaje, y le dijo: "Bella juventud, que me recuerda el ímpetu, el riesgo, la espontaneidad, no puedo. Aunque el fuego derrite mi corazón y alza el vuelo de los pájaros que duermen en mi cuerpo, una angustia sobrenatural me impide traspasar esa diminuta tela transparente, que da sosiego a su espíritu. Mis deseos son fuertes, me arrebatan, pero mi voluntad también. Váyase a la noche y que sus sueños terminen lo que no ha comenzado".
Sibila lo observó extrañada, y lentamente se puso lo que su pasión le había arrebatado. Un manto de frustración, de lágrimas cayendo, cubrió sus ojos y furiosa repuso: "Debí nacer rota. La virginidad es una pendejada que Dios no resolvió antes de mandarnos al mundo".
El santo acarició la rugosidad del cabello de la virgen, caricia vana de la compasión, y ella lo despachó con el brinco sublime de sus hombros. Lo despachó herida en la virginidad de sus sentimientos.
Francisco la acompañó hasta el portón, línea inquebrantable de la despedida. Un beso tenue en la frente y una firme palmada fraternal en el culo la mandaron a dormir.
Alfonso Carvajal
Nacido en Cartagena. Ha publicado, entre otros libros, 'El desencantado de la eternidad',  Un minuto de silencio', 'Pequeños crímenes de amor' y 'Hábitos Nocturnos'.
 ALFONSO CARVAJAL
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