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¿Por qué los niños matan?

"Armas y un chico con rasgos antisociales son una combinación letal", dice experto.

Redacción El Tiempo
Una semana después de la terrible masacre de Newtown, Connecticut, en medio del debate sobre las armas, la salud mental y el desajuste social, necesitamos emprender diversos caminos para abordar esta tragedia y acercarnos a una posible compresión de los motivos de Adam Lanza. Las características de las víctimas y por supuesto la sindrómica reiteración de este tipo de matanzas, nos obliga a cruzar enfoques, pero también a reconocer sus límites.
Este recorrido desemboca en una encrucijada final, una que expone a Adam Lanza como responsable absoluto de lo ocurrido; un punto crítico difícil de asimilar pero que espero nos ilumine en la necesidad de respuestas.
Las explicaciones desde el contexto y la ciencia
El primer camino aborda el origen del comportamiento violento como consecuencia de la influencia del entorno social, cultural y familiar. En términos generales esta primera mirada en torno al mundo de Adam Lanza, nos revela un escenario de rechazo y exclusión hacia el agresor, donde diversos individuos y grupos, más integrados que él, crearon una serie de barreras que en su corta vida el futuro asesino no supo ni pudo cruzar.
En las preliminares investigaciones ya han emergido una serie de factores familiares que señalan un ambiente mitad amable, mitad indiferente frente a su forma de ser. Las relaciones de afecto por parte de su madre y de otros miembros de la familia al parecer no lograron implicar su vida más íntima. En conclusión, tenemos un mapa de exclusión emocional sumado a un sistema social jerárquico donde este joven no logró encajar.
Sin embargo, a pesar de este esbozo de un mundo de relaciones impersonales, indiferentes, diseñadas bajo el esquema de ganadores-perdedores, donde los tímidos y silenciosos como Adam Lanza terminan relegados, es paralelo a otro que ha configurado personas para nada violentas. En medio de este ambiente de indiferencia, también la sociedad estadounidense ha tejido una serie de lazos y de intercambios de unidad que han dado origen a seres humanos estupendos, muy buenos y sensibles. Las personas integradas en esos otros sistemas paralelos ni asesinan ni odian.
Por supuesto que algo anda fallando en este sistema de vida; por supuesto que alguien debió advertir que la relación entre armas y un chico con rasgos antisociales (no autistas, como se ha dicho), era una combinación letal, pero es indudable que al escuchar las historias de la profesora que dio la vida para salvar a sus estudiantes o al reconocer el abrazo colectivo de la comunidad afectada, la generalización previa (la de un mundo deshumanizado y enfermo) se desdibuja: allí, donde ocurren estas masacres, también existen las emociones y el amor necesarios para proteger a los niños y crear una comunidad hondamente afectiva. Allí, en Connecticut y en los diversos Estados que han sufrido estas masacres, habitan más seres humanos que monstruos.
La segunda perspectiva, la ofrecida por los diagnósticos de los desordenes mentales y de personalidad, los cuales se basan en análisis donde el desajuste mental y/o emocional serían los detonantes de la conducta violenta de Lanza, nos puede aclarar, en parte, la forma en que su falta de empatía devino en un acto de brutal violencia.
Por supuesto que tales diagnósticos, en especial el de sociopatía (diferente al de psicopatía), puede vislumbrar un perfil valioso que explique la insensibilidad de sus acciones. Este enfoque, incluso amparado en estudios neurológicos que puedan señalar un deficiente y alterado funcionamiento del cerebro antisocial, sin duda pueden ofrecer claves importantes de la génesis de su comportamiento; no obstante, podrían derivar en el complejo y ambiguo aspecto de que Adam Lanza no era responsable de sus actos, en que “no sabía lo que hacía”. Peor aún: que no sabía que lo que hacía era terriblemente malo.
Aceptar sencillamente que su mente no funcionaba correctamente y por eso no pudo controlar sus impulsos violentos, eximiría a muchos factores necesarios para buscar un cambio verdadero que evite que esto vuelva a ocurrir. Así como el cerebro altera nuestro comportamiento, nuestro comportamiento también puede lesionar nuestro cerebro.
Lo anterior nos conduce de inmediato a la tercera senda, al extraño escenario privado donde un joven alimenta de forma desproporcionada, exagerada, su sensación de fracaso y fantasea con matar.
La peligrosa soledad de un joven que odiaba el mundo
Este tercer camino nos advierte sobre una especie de rebelión individual, de “terrorismo privado” (así lo llama Elliott Leyton). Nos expone una sentencia que incluso puede parecer trivial frente al horror causado, pero probablemente de eso se trataba su realidad más íntima: la masacre fue producto de su crisis personal. Veamos:
Adam Lanza fue incapaz de aceptar el presumible rol de perdedor que la vida le ofrecía. Su conciencia angustiada de su posición social aislada terminó por asfixiarlo. No se dejen engañar con sus fotos de chico tímido: era ambicioso y estaba centrado hasta un grado de desesperante obsesión consigo mismo. Su desprecio por los demás no era cínico, sino más bien fabricado por el resentimiento de percibir que, presumiblemente, el mundo no estaba hecho a su medida. Es probable que se cuestionara sobre cuál era el lugar adecuado para su inteligencia superior en ese sistema social mediado por convenciones que a él simplemente no le interesaban.
Creyó que era invisible o que era percibido como un anormal. Terminó por creer que solo mediante un acto desproporcionado dejaría huella en el mundo y se haría visible para la posteridad. Intuyó, al repasar la historias de la masacre de Columbine, que la gente recordaba a los asesinos.
Entonces, percibió que la clave de ese mundo ajeno estaba en el poder. ¿Pero cómo alguien como él podría siquiera llegar a tener algo de ese poder ostentado por los demás? Las armas fueron la respuesta que encontró a la mano. Ya otros antes lo habían hecho, pero él llevaría la siniestra apuesta mucho más allá. Fue el momento en que decidió asestar su brutal golpe de rebeldía a las personas a las cuales, según su absurda percepción, le negaban su propia felicidad y su propia vida.
Se vio a sí mismo en el futuro -para todos incierto, para él catastrofico- rechazado una y otra vez, fracasando en todo. Se vio a sí mismo excluido -a todos nos ha ocurrido, pero persistimos sin mirar atrás-; no intentó ser aceptado por la sociedad o de hacer de lo que creía era su particular diferencia una forma de contribución a ella. Ese mundo que consideró hostil era demasiado extenso, así que era necesario dirigir su odio contra un objetivo más concreto. Así surgió la idea de cómo organizar su destino y terminar de una vez por todas con el hastío.
Adam Lanza se rindió antes de vivir. Claudicó hacia lo peor de sí mismo. Creyó que su cruzada homicida le daría sentido a su desesperación. La magnitud del horror causado se equivale al tamaño de su insatisfacción, al odio a sí mismo.
No sé si llegó a repudiar a su madre. Creo que no, que por el contrario ella era su único lazo emocional verdadero, y por eso fue su primera víctima: para eliminar la poca humanidad que le restaba. Muerta ella, lo que vendría le resultaría más fácil. Al matar a su madre inanimó el mundo y convirtió a sus víctimas en muñecos a los que disparó sin emoción alguna.
Las víctimas
Aún queda una pieza suelta: el lugar de la masacre y la edad de sus víctimas. La niñez, el colegio y el abrazo protector de un ser humano hermoso llamado profesora, representaban el único lugar donde Adam Lanza alguna vez fue igual a todos, donde alguna vez experimentó algo parecido a la felicidad. La escuela Sandy Hook era el paraíso del que creyó ser expulsado.
Culpó, erradamente, por supuesto, a ese bello lugar y a esos encantadores niños de no haber hecho algo más por darle una vida mejor. Su vergüenza de ser, de existir como lo que absurdamente consideraba era una “terrible” manera, desembocó en una infernal expiación.
En realidad Adam Lanza no era tan diferente de los demás. Tal vez su secreto era sentirse especial y que los otros no lo comprendieran. Todos de cierta manera somos especiales, pero nuestro deber es hacer de esa particularidad la forma de acercarnos a los demás, no de distanciarnos. Él confundió la soledad con el aislamiento. El ahora convertido en un asesino de masas se aniquiló en el total autodesprecio y no permitió que el tiempo, la vida, le demostrara que no había causas perdidas.
Adam Lanza voló en mil pedazos la esperanza más valiosa del mundo, y ahora nos toca a todos recomponerla, poco a poco, paso a paso, con el cuidado de no sumar piezas de odio y de necesidad de retaliación, mucho menos con más armas. Para que los niños y sus padres regresen sin temor alguno a las escuelas no queda de otra que persistir en lo que nos ha convertido en seres humanos: confiar en los otros, salir de nosotros mismos para encontrarnos en los demás.
Por MIGUEL MENDOZA
Especial para El Tiempo.
Redacción El Tiempo
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