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Editorial: El patrimonio sumergido

Editorial
Las palabras de la ministra de Cultura, Mariana Garcés, ante la plenaria de la Cámara esta semana resumen el interés del Gobierno en el proyecto de ley de patrimonio sumergido, ya aprobado por la Cámara de Representantes: "Que Colombia cuente prontamente con una legislación y no que estos temas se sigan resolviendo exclusivamente en los tribunales".
Detrás de ellas está el razonable motivo de contar pronto con reglas claras para rescatar los naufragios que existen en las aguas colombianas (se especula que son mil) y así evitar demandas millonarias, como la que el año pasado se falló en Estados Unidos a favor del país en el caso del galeón San José.
Dicho propósito ya acumula tres décadas. En este lapso, cuatro intentos por tener una ley que regule el asunto han llegado al Legislativo y todos, como los propios tesoros, han terminado hundidos. En algunos casos, ha sido el mismo Gobierno el que ha retirado las iniciativas, por falta de acuerdo sobre el 'criterio de repetición', concepto según el cual piezas (monedas y lingotes) de las que exista más de una unidad se pueden usar como parte de pago para las empresas buscadoras de tesoros.
La iniciativa propone de nuevo ese criterio, razón por la que ha generado fuerte resistencia entre los académicos. Estos argumentan que por el solo hecho de que existan varios objetos idénticos esto no los despoja de su valor patrimonial. Y, según la Constitución, tal condición hace que sean de propiedad de todos los colombianos.
Este aspecto es crucial, pues con dicha parte de los tesoros que eventualmente se rescaten del fondo del mar se les pagaría a las empresas a las que se les encomiende la tarea. Tal como se encuentra hoy el proyecto, a estas les correspondería el 50 por ciento de lo que no sea considerado patrimonio, lo cual pondría a Colombia al nivel de Gran Bretaña, República Dominicana y el estado de Florida (EE. UU.), únicos lugares que comercializan y pagan a los rescatistas con parte de lo hallado.
Hay que aplaudir que las discusiones se hayan traducido en una iniciativa más depurada, comparada con la original. Se le han hecho ajustes acertados, como aquel que elimina la posibilidad de que se asignen los rescates por contratación directa, aspecto que había despertado dudas.
También se incluyó más participación de las universidades en el proceso de exploración y rescate y se evitó que una comisión diferente del Consejo Nacional de Patrimonio definiera qué es patrimonio. Además, se establecieron sanciones para las exploradoras marinas que, al rescatar los naufragios, dañen las piezas arqueológicas. Y es que es legítimo el temor de que los naufragios estén siendo desvalijados ante la falta de normas en tal sentido.
El camino correcto es, sin duda, buscar la forma de rescatar los tesoros. Como están las cosas, esta es la mejor forma de protegerlos. Sin olvidar, desde luego, que su valor radica en la información que portan sobre nuestro pasado. Cumplen mejor función social en un museo y en los centros de investigación que en su ubicación actual.
El indicado para sacarlos a flote debe ser el Estado, pero es claro que este no cuenta hoy con los medios ni con los recursos. De ahí que sea válida la alternativa de recurrir al apoyo de privados, y por eso es procedente explorar alternativas que surjan de una justa conciliación entre el derecho de estos a una remuneración y el de los colombianos a acceder a su patrimonio.
No es tarea fácil, pero es viable, y requiere que el debate que todavía falta sea abierto, en un marco de total transparencia, que neutralice posibles intereses particulares y dé como resultado las reglas claras que hoy hacen falta.
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