Nuestra pobre diplomacia
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Este sentimiento ambiguo que expresa el desdén que siempre hemos tenido por lo nuestro, se ve en todas los ámbitos de la sociedad. Se ve en la economía, cuando los gobiernos eximen de impuestos y otorgan privilegios especiales a las compañías y bancos extranjeros y dejan a su suerte a las empresas nacionales; se ve en el campo, cuando los gobiernos aplauden la compra de tierra por parte de inversionistas internacionales sin tener en cuenta previamente una política de regulación y tenencia de la tierra; se ve en la cultura, cuando nuestros líderes aplauden ciegamente al artista internacional, mientras el nuestro se debate entre la marginalidad y el desencanto.
Esta actitud de sobrevalorar lo de afuera (Pastrana, Uribe y Santos confiaron nuestro mar al CIJ) se expresa hoy con mayor fuerza en nuestra pobre diplomacia internacional que ha sido torpe e ingenua desde que perdimos a Panamá.
Infortunadamente el país nunca ha tenido una identidad y voz propia cuando se trata de firmar convenios y votar frente a decisiones claves internacionales.
Veamos algunos ejemplos fehacientes: en 1982, bajo la presidencia de Julio César Turbay Ayala, el país apoyó a Inglaterra y no acompañó a Argentina en la guerra de las Malvinas; en 2003, bajo la presidencia del Álvaro Uribe Vélez, el país estuvo de acuerdo con la invasión a Irak por parte de Estados Unidos; en la reciente asamblea de la ONU, el país se abstuvo de apoyar a Palestina, yendo de esta manera, en contravía de la dinámica internacional.
Es urgente que el país revise su política internacional y afine su cuerpo diplomático a los nuevos retos que demanda un mundo globalizado. Las relaciones internacionales actualmente son tan importantes que no pueden estar en las manos de unos cuantos lagartos. Necesitamos embajadores y cónsules de carrera. Los tiempos donde el Ministerio de Relaciones Internacionales era el botín político del presidente de turno ya pasó. Los tiempos donde la Cancillería era la "agencia de viajes" para hacer "turismo parlamentario" ya concluyó. Los tiempos en que Colombia era "el Tíbet de América Latina", como lo llamó en su momento el expresidente Alfonso López Michelsen, también pasaron.
Es hora de que el país tome conciencia de sus fuerzas y energías y sepa manejar con altura sus relaciones internacionales. Es cierto que el gobierno de Santos mejoró considerablemente las relaciones con Venezuela y Ecuador; ahora tiene el reto de llegar a un acuerdo con Nicaragua en relación con los límites marítimos del Caribe, que perdimos por nuestra ingenuidad.
Es un reto que no será fácil, pues, aunque los presidentes Santos y Ortega se comprometieron en México a dirimir el conflicto de una manera pacífica -principio indispensable en todo tratado civilizado- el presidente Ortega ya dio el permiso para que algunas fuerzas militares internacionales comiencen a hacer maniobras en el mar de la disputa.