A los pocos minutos de haber sido conocido el fallo de la Corte Internacional, ya en Facebook se anunciaba la marea de opiniones, indignación y polémica que se vendría durante la semana entera (y las que siguen) en todos los medios del país.
Ese día, en dicha red, Celmira Luzardo anotaba: "Yo denuncio a la CORTE INTERNACIONAL DE JUSTICIA DE LA HAYA por el atropello cometido hoy, 19 de noviembre, contra el archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina y especialmente contra sus pobladores. La sentencia de la Corte está viciada por los intereses de las multinacionales petroleras, que son mucho más poderosas que los gobiernos. Y la entrega del mar territorial del archipiélago y el enclave de los Cayos del Norte representa no sólo un atentado contra los derechos humanos de la comunidad isleña sino el inicio de un conflicto sin precedentes en la región".
La anterior denuncia apunta a un hecho clave en esta historia de enclaves. No me parece traído de los cabellos pensar que, así como hubo arrogancia, desidia y negligencia durante años por parte de Colombia en este asunto, detrás del fallo -en derecho, tan absurdo- estén las grandes petroleras para quienes Colombia era un estorbo en sus intenciones de explorar y explotar petróleo en la zona. Ya se conocen casos de soborno en esa oficinesca Corte, y como dice Ma. Isabel Rueda en su columna: "Está compuesta por un cuerpo de jueces no necesariamente sabios en derecho internacional, llegados ahí a través de los vericuetos de la horrorosa burocracia de la ONU y no exentos de escándalos".
Sin embargo, acatar o no acatar is not the question (aunque se puede atacar). El fallo puede ser inapelable, pero indignarse ante él y criticarlo es una obligación. Es más, las consecuencias de dicho fallo pueden ser gravísimas y hay que estar muy atentos. Es algo así como que un juez de familia le dé la custodia de un hijo al padre borrachito y violador porque la madre del niño no le pasó billete al funcionario. Ese mar en manos del borrachito Ortega corre severos riesgos.
Por ahora, además, nos tocará, parodiando a Turbay Ayala, ir reduciendo nuestros escudo y bandera a sus justas (en este caso injustas) proporciones. Hay que recortarle algo de azul a la bandera, disminuir el amarillo que se llevan las mineras a Canadá e, infortunadamente, aumentar el rojo que no cesa de crecer.
Nota: estoy contra el maltrato animal, pero me indignan aún más los reinados de belleza.