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El Salón del Nunca Más

El conflicto no se ha acabado. Y las estelas que ha dejado este conflicto siguen ahí, plasmadas en el rostro desencantado de tantas personas. El macabro rastro de este conflicto durante los últimos 20 años continúa oculto en la mayoría de los municipios de Colombia. Y si continúa oculto, si aquella memoria del horror no se enrostra al país, es muy probable que todo se repita con igual o peor furia, que el terror se vuelva a apoderar de municipios apartados, esos desvalidos municipios en el mapa, tan lejanos del centro y de los intereses mediáticos.
Aquello de verdad, justicia y reparación todavía no se siente con la fuerza que debería sentirse. Primero la verdad, por supuesto: el clamor de las víctimas en todo el país es que se sepa, que todo el mundo pueda ver lo que ocurrió, como primera herramienta para garantizar la no repetición.
En Granada (Antioquia), las mujeres han comenzado por su cuenta. El Salón del Nunca Más es una realidad que todos pueden visitar para enterarse de los estragos de la guerra. Los estragos con nombres propios, los relatos de las víctimas. Para la vindicación de la memoria están ellas, las mujeres, que hacen un mapa histórico diferente al que construyeron los grupos armados desde 1988.
Porque los habitantes de Granada tuvieron que soportar a todos los grupos armados en su territorio. El informativo Inforiente dice que, según la personería de Granada, al 2008 tenía registradas más de 400 víctimas de asesinatos selectivos, 128 desaparecidos y el 60 por ciento de la población desplazada; se habían reconocido 15 fosas comunes y en ellas habían sido identificadas 8 personas.
Y ante esas cifras tan tristes se levantaron las mujeres y comenzaron a ponerle fin verdadero a esa guerra. Nada como la memoria para ponerle fin a tanta bala loca. Cuando las Glorias enfrentan una cámara para contar cómo comenzó el Salón del Nunca Más, lo hacen con una dignidad sin par en este país: ya no son las víctimas tristes, con esa mirada perdida en la desesperanza y el miedo que tantas veces vemos en los noticieros. Han dejado de ser objeto de lástima, para mostrarnos a todos que podríamos ser víctimas de lo mismo, como ellas, si insistimos en no ver, en no reconocer los barbarismos de esta guerra tan antigua y dolorosa.
Lo único que nos salva es recordar. Nos salva la memoria. Si a las generaciones venideras no se les enseña que la guerra es el peor camino porque acaba con nosotros mismos, que tarde o temprano quien tiene un arma apuntará contra su hermano y comenzará a ver malos y sospechosos por todas partes; si a los jóvenes no se les dice cómo fueron asesinados Jimena y Julio, Sebastián y Mario, el abuelo Andrés y el pobre tío Umberto, con seguridad no tendrán empacho en tomar las armas con la disculpa imbécil de trabajar para los buenos en bien de la comunidad. Y todo habrá comenzado de nuevo.
Al contrario del Salón del Nunca Más, están todos los esfuerzos estatales, de todos los tiempos, para que olvidemos. Ni siquiera las universidades y colegios intentan contar cómo ha sido esta guerra en los últimos veinte años. Y los hitos que podrían contarnos algo los demuelen con indolencia. ¿Cómo no dejaron la fachada del Palacio de Justicia, con su roquetazo en la mitad?; ¿cómo no dejar izada para siempre una bandera negra a media asta, en señal de luto?; ¿cómo no están las fotos de todos los que murieron en la fachada? Parece que la historia oficial solo considera historiable la Conquista, la Colonia y la Revolución de los Comuneros. De ahí en adelante es temerosa, o perversa, no sé, mucho más con los últimos treinta años.
Así que nos toca a nosotros contar la historia de hoy. Y para ello están los museos comunitarios. Y para ello tenemos el ejemplo del Salón del Nunca Más.
Cristian Valencia
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