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Discurso para olvidar

No fue bueno el ambiente para el discurso del presidente Santos ante el Congreso este pasado 20 de julio. Viejas y nuevas heridas estaban intactas, apenas escondidas bajo gruesas capas de hielo. Era el tiempo del tribuno, que se crece al castigo como los toros bravos y nobles. Pero no hubo tribuno y el discurso contribuyó al frío de la tarde.
En algún momento quiso el Presidente parecer conciliador. Pero venía más pugnaz que nunca. Porque a propósito de su Ley de Tierras, una mala réplica de las fallidas Reformas Agrarias de hace medio siglo, tenía preparada la andanada que aparecería en este mismo lugar de este mismo periódico, el sábado 21, suscrita por el asesor del ministro de Agricultura, Alejandro Reyes Posada. En síntesis, quienes estamos convencidos de que la ley de marras es un peligro para la propiedad legítima y un peligro para la paz, es porque venimos armando el nuevo paramilitarismo contra la restitución de las tierras a los campesinos despojados. Estamos esperando, el presidente Álvaro Uribe y el autor de esta columna, destinatarios de semejante atrocidad, que el Presidente y el Ministro nos lleven a la Fiscalía a enfrentar tan horrendos cargos. Suponemos que tendrán pruebas para probar sus acusaciones.
El Presidente, ya aliviado de la carga que traía contra su antecesor, se dedicó a adornar sus dos primeros años de gobierno y a pintar las maravillas de los dos próximos. Tiene el más perfecto derecho al optimismo. Y nadie le quita la facultad de prometer, el arte en que ha resultado maestro, porque como alguien dijera con mucha perspicacia, prometer no cuesta nada. Lo que resultaba un tanto extravagante era su descripción de las maravillas ya vividas. Los que se rebuscan dolorosamente el pan de cada día no aplaudirían las menciones de los empleos magníficos; las víctimas del sistema de salud, cada vez más cercano al colapso, no entendían lo que el Presidente festejaba; los que esperan ver una obra nueva para ovacionarla, oían boquiabiertos las estadísticas de las construidas en la frondosa imaginación del fatigante orador; y las víctimas que esperan inútilmente que las reparen, y las regiones que también esperan desde enero la mermelada de las regalías se preguntaban si era cierta tanta belleza que les contaban.
Estaba por llegar lo peor. Porque el Presidente dedicó el más largo capítulo de su pieza a exaltar las bondades de su plan de seguridad. Y a los militares presos injustamente les recordó osado que había hundido la Reforma Constitucional que les garantizaría una Justicia Penal Militar eficaz y decente. Cuando el Cauca ardía, y la frontera con Venezuela toda, el Norte de Santander, Arauca, La Guajira, la serranía del Perijá volvieron a lo peor de hace diez años, exaltaba el ímpetu pacificador de su trabajo. Cuando crecen los cultivos ilícitos, por primera vez en años, y las fronteras del norte y del sur, y los caminos hacia el Pacífico son tierras de bacrim y narcotraficantes aliados con las Farc, se regocija en quién sabe cuáles éxitos en esta lucha contra la cocaína. Y cuando la industria petrolera anda convertida en objetivo militar, paralizada en el Putumayo y el Caquetá, amenazada en Arauca y Casanare y Meta, la propone como modelo para el mundo.
Y nos quedamos esperando lo realmente sustantivo, el anuncio de la manera como nos preparamos para una crisis económica que se nos vino encima. Cuando bajan todos los índices de crecimiento, cuando el entorno se complica, cuando las expectativas son tan complejas en todos los órdenes, no se da por aludido el Presidente. La frágil quilla apunta a la temible escollera en medio de la tempestad y el piloto está dormido, o lo parece. Aquel discurso terminó sin empezar.
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