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Flores a Llorente

Todos los años, desde hace años, le rindo un homenaje el 20 de julio a don José González Llorente: el español al que los oligarcas santafereños apalearon en su propia tienda, luego de ir a pedirle prestado (a él, que vendía cosas) un florero o un charol para una fiesta. Dijo que no, hoy no fío, mañana sí, y casi lo matan: le dieron palo hasta que fue a esconderse donde Lorenzo Marroquín. La víspera habían bañado en tinta sus libros.
Por eso, todos los años, el 20 de julio, Llorente es mi prócer de la independencia favorito y entonces hago algo en su honor, lo que sea: me emborracho, pongo completa In a Gadda da Vida, rompo un florero, sodomizo la estatua de Camilo Torres (no 'Fritanga' ni el cura, el otro), algo. Por un señor que siempre fue honorable y decente, según documentos, y que además era lo único que nunca fueron sus verdugos: un burgués, un moderno, un vendedor de cosas.
La historia de la independencia que nos han contado (la del colegio, digamos, no la de quienes han hecho reflexiones serias, desde Margarita Garrido hasta Jorgito Arias de Greiff, el comodoro) es más o menos así: que aquí vivíamos en la noche colonial oprimidos por los españoles, y que un día, de la mano de las ideas liberales de la Ilustración y la Revolución, los valerosos criollos nos liberaron y rompieron las cadenas de tres siglos.
Así empezamos, dicen, un proceso bienhechor por el camino del liberalismo y la modernidad, con ideales de igualdad y justicia para todos: los negros, los blancos, los indios, los zurdos. Construyendo nación, dicen, haciendo camino al andar. Pensando en grandes cosas como el Progreso y el Desarrollo; Fritanga. Así, en mayúsculas. Convencidos de que pronto llegaría el futuro.
Se trata de una versión de las cosas falaz y codiciosa, como suelen serlo las historias nacionales, casi todas las historias: un relato del pasado que es más un acto de fe que otra cosa, en el que la verdad solo sirve cuando sirve, no cuando es cierta. Y así ha sido desde la Antigüedad, por eso no hay que escandalizarse; en algo tenemos que creer, algo tendremos que ser.
El problema de nuestra historia patria, sin embargo, es que sus errores y desfalcos no han sido ni siquiera útiles, al revés, y su sombra todavía nos persigue y empaña nuestra identidad; hoy más que nunca. Muchos próceres, por ejemplo, no eran modernos ni liberales sino todo lo contrario: herederos y gestores acá del orden colonial, sus dueños, que hicieron la independencia para seguir en el poder, para prolongar la colonia.
Eran lo que dije arriba -tenía que decirlo-: unos burócratas, unos hipócritas. Obsesionados con la blancura y la limpieza de sangre, enfrentados con España porque no los reconocía como españoles de verdad; porque la Corona frenaba su apetito, su manera terrible de tratar a los "bárbaros", a los que no eran como ellos. Científicos, sí, que usaron la ciencia para confirmar sus prejuicios religiosos. Lectores de la Biblia más que de Voltaire y de Locke.
Se trata de un típico caso de gatopardismo: una élite que se sirve de la revolución para que nada cambie y para conservar sus privilegios. Por eso acá el Estado funciona así: porque somos feudales y católicos y autoritarios -todos, víctimas y victimarios-, con ideas modernas que nada tienen que ver con nuestra mentalidad o nuestra vida. Como dijo Guillén Martínez, somos la encomienda y la colonia con el disfraz de la república. Todos, los buenos y los malos.
Un disfraz mal hecho, remendado. Por eso hoy me permitirán que clave esta esquirla del florero en honor de Llorente, quizás el único liberal de verdad que ha habido en nuestra historia. De ahí que los criollos lo apalearan.
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