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Para salir del revolcón permanente

Cuando la revista Semana solicitó a varias personas algunas ideas para mejorar a Colombia, el historiador Malcolm Deas sugirió que deberíamos aprender a reformar.
A primera vista, su propuesta no parece una gran idea, inspirada en un método victoriano inglés simple. Pero debe considerarse seriamente. Exige varios pasos: formar una comisión de expertos para estudiar a fondo el problema y, sobre las evidencias, hacer recomendaciones; debatir el informe de la comisión; preparar la legislación, sometida a nuevos debates; monitorear los resultados.
¿Qué importancia tiene que sepamos reformar? La respuesta es de Perogrullo, frente al fracaso de la reciente reforma judicial y sus repercusiones institucionales. Deas señala que en Colombia las demandas de reforma van en alza. ¿Somos por ello un país reformista?
Creo que no. Desde la independencia, nunca hemos podido superar el síndrome de la "revolución", enemiga del reformismo. Vivimos en eterno revolcón -un término quizás más apropiado-.
El reformismo va acompañado de otro valor, la estabilidad. Históricamente, ni el uno ni la otra han gozado de enorme apreciación intelectual en Colombia. Han gozado sí de efímeros momentos de valoración, solo para ser sepultados nuevamente por ímpetus de revolcón, cuando no por las fuerzas de la reacción.
Al reformismo le han faltado más robustas defensas intelectuales y políticas. Los líderes políticos interesados en reformar han considerado a veces necesario arropar sus proyectos reformistas con el lenguaje de la "revolución". Actitud vergonzante. Se alimentan expectativas falsas. Y el resultado es con frecuencia la frustración.
El espíritu "revolucionario" al que aludo aquí no es exclusivo de los simpatizantes de Lenin y Fidel. No tiene color político. Es compartido por quienes se identifican con la derecha, el centro y la izquierda.
Basta repasar la agenda de cambios que, de diversos rincones, se proponen ahora, y de los métodos para llevarlos a cabo: Congreso unicameral y nuevas reformas electorales, además de la pendiente reforma de la justicia, revocatorias del parlamento, adelantar el fin de los mandatos presidenciales, constituyentes...
Este afán de revolcón se manifiesta en medio de una atmósfera anti-política y preocupante de crisis institucional que el Gobierno haría mal en desestimar. Coincide con nuevos desarrollos de la sociedad civil que plantean serios retos a la democracia representativa. Las redes sociales, cuya participación fue valiosa para frenar una reforma que nadie defiende, pueden también alimentar rutas plebiscitarias poco prometedoras para el porvenir democrático.
"Comencemos a preparar las claves de una reforma futura", ha sugerido el exvicepresidente Humberto de la Calle. Algunos de los puntos propuestos en su agenda no son solo razonables: urge solucionar los problemas de representación. Pero no parece conveniente sacudir el "sistema presidencial". La posibilidad de revocar gobiernos con votos de censura o de disolver parlamentos anticipadamente es la mejor ruta para la inestabilidad permanente, sobre todo con un sistema de partidos que está aún en proceso de reconfiguración.
La preparación de cualquier reforma futura debe, además, reflexionar sobre el interrogante inicial: ¿sabemos reformar? Giovanni Sartori se hizo la misma pregunta en 1994, tras observar el ciclo de cambios constitucionales que entonces se expandía globalmente. ¿Qué se reforma? ¿Cómo? Sin la respuesta a estos interrogantes, según Sartori, los jolgorios de reformas llevaban el sello de la incompetencia. Pero existe una condición previa, al parecer descontada por Sartori: la valoración intelectual del reformismo en vez del revolcón perpetuo.
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