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Pequeñas cosas

El otro día fui testigo de una escena triste y reveladora, una especie de esbozo incandescente del alma nacional: salía yo del centro de Bogotá -a pie, bajo la lluvia, con el eco de un sioux tocando en quena Hotel California- y fui a subir por el puente hechizo que ahora se levanta sobre los escombros del puente de la 26 con 7a. En esta ciudad que es un escombro toda, y donde uno ya no sabe si las obras las están empezando o las están entregando, o ambas cosas.
Mi idea era seguir derecho hacia el norte, por el Planetario Distrital, y para eso tenía que cruzar el puentecito y evitarme la ruta tortuosa de la 10a. Así que subí por el puente y al lado mío venía un muchacho con su bicicleta a rastras, caminando él también.
Tranquilo, sin decir palabra. No parecía tampoco un metálico (que es como las tías llaman a los metaleros), ni un punk, ni un billy, ni nada: un tipo cualquiera, con su maleta y su vida al hombro, como casi todo el mundo. Sin ojos desorbitados ni maldad. En fin.
Entonces, un agente de policía que estaba allí, muy severo, paró al muchacho y le dijo en tono cartesiano: "Oiga: ¿usted no lee o qué?". En efecto, había un letrero enorme sobre el puente con un anuncio oracular, 'Paso de peatones'. Así que el muchacho dijo que sí con cierta perplejidad, y luego quiso seguir su camino, yo pensaría que incluso sonriendo. Pero el agente volvió a la carga, ahora sin ningún matiz en la voz: "Venga para acá -le dijo-, que usted no me ha entendido...".
"Allí dice que este puente es para peatones y usted no puede pasar con esa bicicleta, qué pena." Ya dije que el tipo iba a pie con la cicla al lado, y además "este puente" no es ni siquiera un puente sino una rampa y unos bejucos, y el símbolo de Bogotá desde hace ya demasiados años: unas lonas verdes que lo cubren todo, recordándonos que acá vivimos en obra negra, por los siglos de los siglos.
Y no hubo poder humano que disuadiera al policía de su lógica implacable, de su apego a la letra, de su celosa y rotunda defensa del orden y la moral establecidos. Varios nos unimos al ciclista -perdón: al peatón; ya ven ustedes que más convencen las piedras que los argumentos, más confunden-, pero fue imposible. De nada valieron nuestras palabras, nuestras súplicas: el vocero de la civilización apenas negaba con la cabeza, y luego nos dijo: "Ustedes, sigan su camino, y usted, vaya por donde pueda".
Entonces nos despedimos todos los compañeros de lucha y vimos al pobre muchacho con su cicla perderse en lontananza, la maleta al hombro, a rastras. Yo seguí mi camino (pues sí) pensando lo que siempre pienso en situaciones así: que el subdesarrollo está hecho de las grandes cosas, claro, pero también, y sobre todo, de las pequeñas. Que el subdesarrollo está en la pobreza y en la inequidad y en la falta de infraestructura, pero también en ese apego obsceno, de todos nosotros, a rutinas mentales que no tienen ninguna razón de ser.
Son hábitos y represiones insignificantes que están allí y que nos hacen la vida miserable y que no tienen ninguna explicación, ninguna lógica. Solo que alguien decide establecerlos porque sí, en nombre de un capricho o de algo aún mucho peor: la presunción, falsa y absurda, de que en otra sociedad donde las cosas sí funcionan, se hacen así. El argumento de autoridad llevado al ámbito de los países y los pueblos: como allá lejos son tan civilizados y son tan ricos y les va tan bien, a nosotros nos toca igual.
Pero lo peor es que ni siquiera copiamos bien (somos los que están dentro de la caverna en el mito de la caverna) porque todo lo que les atribuimos a nuestros modelos no es sino el fruto de nuestra invención y nuestros complejos. Todo paraíso adulterado es un infierno.
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