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Para el Gobierno, mejor hundirla

El caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán planteó una tesis de profundo arraigo popular: la existencia de un abismo entre el país político y el país nacional, dado que, mientras los políticos (congresistas, gobernantes avivatos), iban por un lado, los trabajadores, ciudadanos del común, hombres del campo, creadores de riqueza, estudiantes, profesionales, iban por otro, lo que creaba así una brecha enorme entre los intereses de unos pocos y los de las aplastantes mayorías nacionales. Esa figura puede aplicarse en cuanto a lo que, a estas alturas, sin razón valedera, se le da el pomposo nombre de "reforma judicial".
En su posesión, el presidente Santos expuso la necesidad de que los ciudadanos tengan acceso al enunciado constitucional de "pronta y cumplida justicia", donde todo colombiano sepa que sus asuntos de interés debe resolverlos el aparato judicial en plazo prudente y en forma razonable. Luego, se propagó la especie de una indispensable "reforma de la justicia".
En un principio, la mayor parte de las propuestas se encaminó a modificar lo dispuesto por la Constituyente, como forma de integrar las altas cortes y sus funciones electorales, y juzgamiento de altos dignatarios del Estado conocidos como "aforados".
De entonces a hoy han entrado y salido del trámite congresal innumerables propuestas: fuero penal militar, regulación de la silla vacía, periodo y retiro forzoso de los magistrados, pérdida de investidura, eliminación de la Comisión de Acusación, supresión total del Consejo Superior de la Judicatura y atribuciones del Procurador frente a los legisladores, entre otras.
Ninguno de los cambios que van y vienen obedece a estudios serios sobre la necesidad de conseguir una justicia más expedita y eficiente. Antes bien, algunos parecen temas de regulación de poder entre las altas cortes, o puramente políticos.
En esa batahola ha cabido hasta populismo: modificar la Constitución ¡dizque para permitir a la Policía llevar a la cárcel de manera preventiva a borrachos y drogadictos!
En términos generales podría decirse que el grueso de la reforma no está encaminado a resolver los problemas de la justicia, cuya solución no pasa necesariamente por hacerle el juego a la incurable enfermedad de la "reformitis constitucional". Hay muchas cosas que se pueden hacer ya, sin tocar la Constitución.
Lo que podríamos llamar, en este caso, el "país nacional" casi que unánimemente se ha mostrado contrario al engendro: Corte Suprema y Consejo de Estado; jueces y fiscales representados por Asonal Judicial; litigantes y académicos; la Corporación Excelencia en la Justicia; El Espectador y El Nuevo Siglo; columnistas de diversa orientación como Ramiro Bejarano, Cecilia Orozco, Víctor Manuel Ruiz, María Jimena Duzán, Eduardo Suescún y Mauricio Vargas, y el ex vicepresidente y gran jurista Humberto de la Calle Lombana, entre otros. Y, por si algo faltara, ¡ahora se sabe que, como va quedando, la reforma no le gusta ni al exconstituyente y hoy ministro de Justicia, Juan Carlos Esguerra!
No tiene sentido haber convencido al Presidente de que este puede ser un punto de honor, porque en la historia ha habido jefes de Estado que se la jugaron por reformas que o no servían o no pudieron aplicarse.
Lleras Restrepo renunció -dimisión denegada por el Senado- porque el Congreso no le aprobaba la reforma del 68, que incluía como pieza fundamental la Comisión del Plan: ¡durante 22 años de vigencia, el parlamento ni siquiera pudo ponerse de acuerdo para integrarla!
Así, ante el adefesio que avanza en las cámaras hacia un verdadero cataclismo judicial, el país político debiera oír al país nacional y hundir la "reforma", como, por razones distintas, se hizo, tras el valiente discurso del ministro Carlos Lemos, en el gobierno de Barco.
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