" '¿Me atrevo a comer melocotones?' pregunta T.S. Eliot al cumplir 60 años en boca de Prufrock, su lírico álter ego. Cumplidos los 90, hoy repito este interrogante acerca de las ostras que tanto me deleitan".
Steve Hanley, mi yerno gringo, ingeniero hábil, noble ser humano, otro amante de los frutos marinos, absuelve mi duda en la terraza de su quinta a orillas de un lago, al brindarme profusión de ostras Apachicolas de los esteros de Florida del Norte aún selladas en conchas nacarinas.
Criado en esa región agreste, Steve es ducho en estos trajines y ha abierto a mano y navaja miles de sus corazas férreas a un costo de rasguños mínimos y además sabe cómo echarle el ojo a ejemplares dañados o tóxicos por falta de fluido embriónico.
Diligente chef aficionado, Steve presenta a la mesa bandejas colmadas refulgir de ostras recién abiertas que resplandecen la luz del trópico. Conocedor, purista, puntilloso, excluye salsas, mojos y sazones, incluso limón, sal y pimienta para no contaminar los jugos, pulpas, efluvios y pétalos que en su forma prístina, nos obsequia la naturaleza.
Una tras otra y otra más, me llevo una concha a la boca para sorber y degustar su etéreo contenido en comunión con Neptuno y su corte de hipocampos, tritones y ondinas. Nunca en toda mi vida he gozado un placer igual como el de captar energía del cosmos en cada chupón y cada bocado.
Sin saber en qué momento, me he sorbido casi dos docenas, quizás para desquitarme por los muchos años cuando solía matar - o al menos deformar - estas dádivas marinas con salsas tomatadas, especias picantes y otros artificios del género humano.
En lo que me reste de vida en esta tierra, voy a degustar solo al natural estas vestales que emergen, pulposas, aún temblorosas, de su lar de nácar, nutridas con la energía del océano, para ofrendarnos este deleite inmaculado.
POR LUIS ZALAMEA