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Educación

‘Se necesitan niños competentes, no competitivos’: Monserrat del Pozo

Monserrat, con la educadora colombiana Adriana Salazar, quien implementó la práctica del ajedrez en un preescolar llamado Talento y luego hizo un libro y unas cartillas y material para el colegio.

Monserrat, con la educadora colombiana Adriana Salazar, quien implementó la práctica del ajedrez en un preescolar llamado Talento y luego hizo un libro y unas cartillas y material para el colegio.

Foto:Archivo particular

Los alumnos deciden qué lecciones tomar para forjar su proyecto de vida.

Andrea Morante
Los niños no necesitan puntajes altos, sino experiencias significativas en el aula. Si lo segundo se da, lo primero viene por añadidura. Eso piensa la Madre Monserrat del Pozo, quien a mediados de 1990 implementó un modelo educativo único, que cambió la forma de enseñar y aprender en el Colegio Montserrat, de financiación pública y administración privada liderada por las Misioneras Hijas de la Sagrada Familia de Nazaret.

Ya no concibo el término ‘colegio’, se queda pequeño

La institución se ha tornado en modelo para directivas escolares y expertos pedagogos del mundo, incluido Howard Gardner, cofundador del Proyecto Zero de la Escuela Superior de Educación de Harvard, quien ha visitado el colegio catalán tres veces.
Montserrat, licenciada en Historia e Historia del Arte, técnico superior en Imagen y Sonido y máster en Psicología y Gestión Familiar y conocida como ‘Sor Innovación’, buscó entre las mejores pedagogías del mundo, y con ellas construyó un modelo propio.
Hoy se dedica a adaptar su pedagogía en los planteles de su Congregación, y a expandir sus visiones y experiencias por el mundo.
¿Hacia dónde va la educación?
Como un supermercado donde cada alumno tendrá acceso a muchas cosas y oportunidades y podrá elegir si hace matemáticas en inglés, francés o alemán, o si quiere contabilidad, ballet o programación. Habrá un currículo básico mundial, igual que los colegios IB (International Baccalaureate), y muchas opciones locales. Ya no concibo el término ‘colegio’, se queda pequeño. Lo veo más como la ciudad, convertida en la fuente de aprendizaje.
¿Los niños aprenderán desde casa?
Tendrán un currículo mínimo con las temáticas básicas y después un itinerario en el que integrarán museos, calles, empresas, parques y colegio. El futuro educativo es unir la escuela, la universidad y la empresa, y eso requiere un nuevo tipo de gobierno. Hoy, el niño de secundaria es un adulto –así la sociedad lo trate como un niño de consumo– capaz de tomar sus propias decisiones y solucionar sus problemas, y en ese itinerario educativo habrá que fortalecer su autonomía consciente. Los proyectos de vida no quedan al margen de la educación: no es que al colegio voy y hago cosas, y después mi vida es otra cosa; hay que unir todo.
¿Qué la llevó a emprender una revolución educativa?
Teníamos fracaso escolar, pero no por malas notas –que, de hecho, eran muy buenas–, sino por falta de compromiso social y personal. Un estudiante que tocaba el piano u otro que nadaba lo dejaban todo por el problema que tenían con la selectividad, para alcanzar un puntaje alto si querían ir a la universidad. Eran jóvenes muy infelices con muy buenas notas, pero al margen de la vida y muy poca repercusión social.
¿Cuándo empezó el cambio?
En 1986 empezamos a investigar sobre las mejores pedagogías del mundo. Estuvimos en Francia, Holanda, Inglaterra y Australia, y nos dimos cuenta de que muchas de las pedagogías de estos países se cimentaban o nutrían de aquellas desarrolladas en Estados Unidos. Fuimos allá y nos encantaron el modelo de aprendizaje colectivo de los hermanos Johnson & Johnson, las inteligencias múltiples del Project Zero de Harvard, la estimulación y educación infantil de Glenn Doman, la disciplina de Peter Senge, el aprendizaje por proyectos de William Kilpatrick y la relación entre alumnos y profesores en High Tech High, una escuela pública de San Diego. Son pedagogías que ponen al alumno como protagonista. Esto, sumado a lo que teníamos como propio en la congregación, hicimos un coctel y creamos un modelo que empezamos a implementar en 1994 y cristalizó en el 2000.
¿Qué la hizo cambiar el chip?
El reflejo de mi propia educación. Tras cumplir 6 años estuve casi dos sin ir al colegio porque mis padres salieron de Venezuela y regresaron a España. Y para alcanzar a matricularme en primero de bachillerato estudié a las carreras. Me aburría en el cole. Saqué buenas notas y aprobé, pero no desarrollé todos mis talentos ni mis maneras de ser. Soy antisistema y me gusta hacer muchas cosas. Cambié el chip cuando entendí que lo que les estaba enseñando a los alumnos no tenía futuro y sentí que los estaba engañando porque veía que no tenían las herramientas para hacer tantas cosas que se requieren hoy. La fuerza me vino de Dios: la vocación ayuda al maestro y el maestro, a la vocación.
¿Qué fue lo más difícil?
La aceptación de las familias. Les costó mucho comprender que hay otra manera de educar. Los niños buenos intelectualmente querían ser individualistas. Con ellos tuvimos que hablar muchas veces. Tuve una alumna que me decía: “Yo me voy, madre, no aguanto esto. No puedo con estos dos tíos que me bajan la nota, hablan todo el día y no me dejan hacer las cosas”. Le decíamos: “Bueno, mira, tienes que trabajar dentro de un grupo y sacar partido de ello. Tú serás una persona única, pero en un futuro no te van a contratar así, y ¿qué vas a hacer? Tienes que saber lidiar con ellos”. Pero algunos se fueron a la escuela tradicional.
¿Cuándo la educación decidió que los alumnos son “cubetas vacías que hay que llenar y no fuegos que hay que encender”, como dice Mario Alonso Puig?
La Revolución Industrial hizo que no hubiese niños trabajando, sino que mejor fueran a la escuela, que nació como algo paralelo al trabajo. Al igual que al adulto le enseñaban un oficio, al niño le enseñaban cosas. De ahí la idea de la mente vacía que hay que llenar. Ese paradigma se rompió con la llegada de internet y la comunicación global, que han democratizado el conocimiento y auspiciado la idea de que “no necesito a un profesor para saber qué es una célula o cómo se aplica una fórmula”.
¿Y esa democratización no reporta peligros?
Sí. ¿Qué tiene que hacer un colegio? Cultivar a un ser humano capaz de extraer lo que es verdad y lo que no, es decir, inculcar el pensamiento crítico y creativo, y entender cuáles son las fuentes directas de la información. En nuestras clases de historia no hay alumno que no pueda trabajar al menos con una fuente primaria.

Debemos llegar a una civilización empática, y solo lo conseguiremos si somos capaces de generar una conciencia empática

¿Qué papel tienen profesores y directivas?
La palabra clásica es ‘discernimiento’: saber leer, sospechar y contrastar para discernir dónde está la verdad, entendiendo la posición de cada quien. Debemos llegar a una civilización empática, y solo lo conseguiremos si somos capaces de generar una conciencia empática. La empatía no es solo ponerte en el lugar del otro, sino comprender cómo te afecta y hacer algo al respecto.
¿Cómo compaginar las necesidades y búsquedas individuales con el aprendizaje colectivo?
Lev Vygotski dice que sin lo social no hay experiencia personal, es decir, las interacciones con los demás son las que más me ayudan a generar un pensamiento individual. Yo necesito de tu tú, para ser mi yo.
¿Por qué dice que en educación hay que tener convicciones firmes, pero pocas?
Pocas porque son las que puedes llevar a término. Al tener pocas me puedo concentrar en el tipo de alumno que quiero que salga de mi colegio. Son convicciones fuertes sobre el tipo de ser humano, es una visión antropológica. Son las raíces de ese ser humano las que determinan la construcción del currículum, no al revés.
¿Y piensa que el modelo tradicional se enreda en las ramas?
Ilustrémoslo con la imagen de un árbol. Las raíces son el ser resiliente, saber comunicar, ser emprendedor, tener una creencia, confiar en uno mismo y demás valores supremos. El tronco son los saberes, como la filosofía, la historia, la ciencia, el arte, etc. Las ramas y las hojas son las lecciones, como la Revolución Industrial, el magnetismo o las vacunas. El problema de muchos colegios es que las ramas y las hojas pasan a ser raíces; las lecciones se convierten en algo absoluto.
¿Cómo se enseña a cultivar un sentido de vida?
Dando confianza. Que un alumno sienta que confías en él es fundamental para que empiece a cultivar sus propias convicciones y manera de vivir. No hay que decirle cuándo algo está bien o mal, sino plantearle la pregunta para que lo comprenda y entienda que reincidiendo en algo no obtiene buenos frutos. Las propias convicciones hay que saberlas generar en el alumno, no saberlas decir.
Unos premian la estimulación temprana y otros piensan que se sobreestimula a los niños, generando hiperactividad y falta de atención. ¿Qué piensa al respecto?
La primera estimulación es el amor y la ternura. En las edades tempranas –de 0 a 6– son fundamentales para crear en los niños un ámbito de contención afectiva. Desarrollar muchas actividades no llega, neurológicamente hablando, a estimular el cerebro por sí solo; para que ello ocurra, la afectividad es esencial. Si hay las dos cosas, un niño hiperactivo no tiene por qué haber sido muy estimulado. Lo que sí existe son muchas actividades que a veces no son prudentes para los niños. Me refiero a que cuando hay ese marco afectivo y familiar, todo lo que le des suma; cuando no, todo lo que le des no resta, pero tampoco suma.
¿Bastaría con que uno de los padres pudiera quedarse con los hijos?
No. En la sociedad actual no basta porque se necesitan niños competentes, no competitivos, y las competencias sociales se ganan con otros de su misma edad. Si tienen hermanos, ya nos podemos poner más de acuerdo. El mundo de hoy no tiene nada que ver con el que hemos vivido tú o yo, y el desarrollo del cerebro está enmarcado dentro de un contexto.
¿Cómo involucrar la familia?
La familia es un todo, la que te da confianza y seguridad para desarrollar lo que llevas dentro. El problema es lo temporal, porque un día es mamá-papá; luego, mamá-mamá; luego, mamá-papá–mamá... y hablo de casos reales. Un niño sometido a esas circunstancias tiene una dispersión no tanto en su conocimiento –que sería lo de menos– como en su afecto, y lo tenemos que ayudar afectivamente para que confíe en sí mismo y quede arropado. Yo por lo menos pido fidelidad, porque de lo contrario los niños terminan cosificados, y cuesta mucho su integridad.
La tecnología es una herramienta, pero parecería no ser un simple medio, sino el mensaje mismo...
Aislar la tecnología está mal. A la actual generación –llamada Z– no le puedes quitar algo con lo que ha nacido. La tecnología es una herramienta eficaz para brindar conocimiento e información, y con ella debemos forjar buenos ciudadanos digitales. Los colegios de hoy se deben esmerar no solo porque los niños no hablen a gritos, pinten paredes ajenas o arrojen basura en la calle, también porque se comporten bien en la red. Si se enseña que es un medio más, no debería crear adicción. Nosotros habilitamos tecnologías para los niños desde cuarto de primaria. El problema más serio de la tecnología es la afectividad, porque todo tu bagaje afectivo lo tienes en la red, lo llevas siempre, y eso podría generar una gran dependencia.
¿Por qué buscó en Colombia quién desarrollara el ajedrez en la primera infancia?
Queríamos implementarlo en España, y fue un ruso quien nos dijo que la persona que nos podía ayudar con ajedrez infantil era Adriana Salazar, una colombiana con un preescolar llamado Talento. Vinimos, nos gustó mucho su trabajo y la ‘secuestramos’ tres meses para que escribiera un libro y nos hiciese una serie de cartillas.
El ajedrez trabaja los dos hemisferios. Uno, es capaz de dar la dama para generar una estrategia en el contrincante, y eso es una movida creativa. El desarrollo lógico-matemático es el que vemos más claro, pero también está el espacial –en la forma de ver y prever las jugadas–, el kinestésico –en cuanto a que tienes que mover las fichas no solo en un tablero pequeño, sino en uno grande, cuando cada niño representa una pieza y debe moverse por el salón– el intrapersonal –la compostura y el dominio de sí–, el interpersonal –porque a veces son niños que no se relacionarían con otros si no fuese con el juego– y todo el pensamiento intuitivo –si se ganará o no la partida–.
AMIRA ABULTAIF KADAMANI
*Periodista y escritora colombiana
ESPECIAL PARA EL TIEMPO 
Andrea Morante
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