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La herida del matoneo puede ir hasta la adultez

Muchos miedos y traumas de algunos adultos se deben a agresiones que sufrieron cuando eran niños.

Gabriela, una mujer de 30 años, estaba en su trabajo cuando empezó a sentir que le faltaba el aire. A medida que pasaban las horas, el malestar empezó a aumentar. Comenzó a flaquear. Finalmente, colapsó: dejó el teléfono descolgado y huyó de su cubículo, ante la mirada atónita de sus jefes, para refugiarse en el baño.
“Me faltaba el aire, empecé a transpirar y se me nubló la cabeza. Me bloqueé totalmente”, cuenta hoy, a un año de haber renunciado a su trabajo. A un año de su último ataque de pánico.
Esa no fue la primera vez que Gabriela perdió su empleo. Renunció a todos los trabajos en los que se embarcó para pagar sus estudios, porque no soportaba la presión. Todas las veces terminó llorando en el baño.
En el colegio, recuerda hoy, había tenido más resistencia. Entonces era capaz de soportar que le gritaran a centímetros de su oreja, o que le pegaran chicle en el pelo. Pero fue cuando empezó a trabajar que comenzaron los ataques de pánico.
Gabriela es una de las víctimas a largo plazo del matoneo. Es parte de la población de niños agredidos que han crecido para convertirse en adultos, sin lograr dejar atrás las secuelas que dejó en ellos el matoneo sufrido durante la infancia.
Y según un estudio de la Universidad de Duke (estados Unidos) publicado por la revista Jama Psychiatry, no se trata de una población pequeña la que sufre de trastornos de ansiedad, ataques de pánico y agorafobia, entre otras manifestaciones, por cuenta de estas agresiones sufridas en la infancia.
Edmundo Campusano, psicólogo de la Universidad Mayor (Chile) dice que el matoneo, especialmente durante la etapa de la formación de la identidad del niño, puede ser muy disruptivo también en la adultez. “Podríamos ver en un adulto que fue maltratado en su niñez –anota– a un sujeto al que le cuesta mucho poner límites, que le cuesta hacerse respetar, respetarse a sí mismo, ponerles límites a los demás y saber lo que quiere y no quiere. Es decir, personas que tienden a transgredirse a sí mismas mucho más que el resto”.
Susana Ifland, directora de la Sociedad Chilena de Psicología Clínica, ha atendido a muchas personas que en su adultez acarrean situaciones de bullying vividas en la infancia. Y lo que más ha visto en sus pacientes es cómo esos hechos fueron destruyendo su autoestima.
“Son personas –afirma– que pueden decidir, por ejemplo, no tener hijos, para evitar que pasen las mismas dificultades que ellos tuvieron que afrontar. Y en ámbitos de oficina, además de presentar dificultades para expresar sus opiniones, son personas que tampoco se atreven a pedir permisos, a solicitar aumentos o a postularse para cargos disponibles que ellos podrían desempeñar muy bien”.
Cerrar heridas
Los especialistas coinciden en lo que hay que trabajar: aprender que si bien el daño que se les provocó escapa de su control, ellos siempre están a tiempo de sanarse. Las víctimas deben llegar al punto de asumir que se trató de una etapa de su vida que tienen que dejar en el pasado.
Lina Ortiz, médica psiquiatra de adultos en la Clínica Las Condes, cuenta que siempre hace un recuento de la infancia para dar un diagnóstico completo. “Eso puede ser muy sanador, porque así (los pacientes) se dan cuenta de que el hecho no dependió de ellos”, comenta.
Y José Pinedo, psicólogo y jefe del Programa de Psicología de la Red de Salud de la Universidad Católica, explica que una vez el adulto entiende y asume que no tiene la responsabilidad de lo que le pasó cuando niño, es clave trabajar en otorgarles valor a las características de su personalidad actual, a su corporalidad y sus capacidades intelectuales; es decir, a todo lo que fue puesto en duda durante su infancia.
Resultados
El peor perfil
Del grupo original del estudio, 421 niños habían estado involucrados en situaciones de matoneo, fuera como víctimas, victimarios o una combinación de ambos. Los niños que habían sido solo víctimas tenían cuatro veces más riesgo de sufrir desórdenes de ansiedad, pánico y agorafobia. Los victimarios no tenían problemas emocionales, pero sí un mayor riesgo de padecer desórdenes antisociales. El grupo con mayor daño a largo plazo era el que había sido víctima y victimario a la vez: presentaba cinco veces más riesgos de sufrir depresión y conductas suicidas, y pánico.
Cómo ayudarse
Las víctimas de matoneo también pueden trabajar consigo mismas, explica José Pinedo, de la U. Católica (Chile). “Se recomienda un trabajo de crecimiento personal, en el cual la persona se convierte en ‘terapeuta’ de sí misma, identificando sus propias fortalezas personales y cualidades, que no necesariamente son las más deseadas por el entorno, pero que sí constituyen su individualidad. Es importante el desarrollo de automensajes positivos que ayuden a neutralizar o acallar las voces de los agresores de la infancia y permitan aprender a relacionarse con las personas que sí lo pueden valorar”.
LORENA ZÚÑIGA
El Mercurio (Chile)
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