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La antioqueña que hizo patria

Perfil de Laura Montoya, declarada beata en el 2004 por su intercesión en un milagro.

Cuando era una niña, Laura Montoya odiaba rezar. Contaba que a los tres años ya repetía oraciones, letanías y responsos, haciendo gala de una memoria prodigiosa. Su devota madre se ufanaba de su pequeña rezandera y la ponía a recitar el rosario ante las visitas; ella obedecía, pero gruñendo. Años después, cuando anidó a Dios en su corazón, lloró sus ojos al saberse tan ingrata ante los asuntos sagrados.
Una noche, pegada a las pepitas de la camándula, le preguntó a Dolores, su madre:
–¿Quién es ese señor Clímaco Uribe por el que rezamos todas las noches con tanta devoción?
–Ese fue el que mató a su padre. Debemos amarlo porque es preciso amar a los enemigos, porque ellos nos acercan a Dios, haciéndonos sufrir, le contestó.
Desde entonces –narró en su autobiografía– aprendió que debía amar a sus enemigos, que no fueron pocos ni mansos.
Al padre de la santa paisa, Juan de la Cruz Montoya, conservador hasta los tuétanos, comerciante con estudios de medicina y personero de Jericó –la tierra donde nació Laura–, lo mataron en una contienda con los liberales. La viuda, con tres muchachitos –Laura era la segunda–, perdió la vivienda y tuvo que salir de Jericó. Pasaron hambre y necesidades. A Laura la dejó donde el abuelo, y en cualquier casa donde la recibieran, porque una mujer sola, pobre y sin trabajo no podía responder por tres hijos. Solo la veía de vez en cuando, y aunque entonces Laura no lo comprendía, le insistía en que era una privilegiada hija de Dios. (Lea también: Tres milagros y una cama bendita).
Tenía apenas tres años cuando empezó su peregrinaje de arrimada. Creció con amargura en el alma, sintiendo que nadie la quería, ni siquiera su mamá. Además, se sentía fea y torpe.
“Laura Montoya es el reflejo de una gran mayoría de colombianas: víctima de la violencia, desterrada y pobre, pero dueña de una fe a prueba de todo y echada para adelante”, así la describe Ayda Orobio, madre superiora de la comunidad de Misioneras de María Inmaculada y Santa Catalina de Siena, o de las lauritas, como les dicen.
A los 16 años, Laura –sigue Orobio– se ganó un cupo en la Normal de Medellín para convertirse en profesora y así poder sostener a su familia. Ostentaba un cúmulo de conocimientos, pese a que nunca había ido a una escuela; siempre fue una autodidacta. (Vea una galería sobre la vida de la madre Laura).
Empezó a conocerse como la señorita Laura, gran formadora de las niñas y jovencitas de las familias más acomodadas de Medellín, a quienes les inculcaba, además de una educación rigurosa, la buena moral y el amor a Dios.
Quiso ser carmelita descalza, pero nunca logró un cupo en el convento del Carmelo, en Medellín, pues debía esperar a que se muriera alguna religiosa allí enclaustrada, y eso nunca se dio.
Su vida cambió en una excursión que hizo a Guapá, un asentamiento indígena ubicado en el antiguo Chocó (hoy, Risaralda). Allí, de la mano del padre Ezequiel Pérez, conoció la realidad de los indígenas: olvidados por el Estado y la Iglesia, explotados y creyéndose sin alma. (Lea también: La religiosa en sus propias palabras).
“Laura se preguntaba: ¿Cómo es posible que esas personas, que fueron las primeras pobladoras de estas tierras, que son tan ciudadanos como los demás, vivan de esa manera tan cruel?”. La que habla es Estefanía Martínez, de 90 años, una de las pocas hermanas que conocieron en vida a la madre Laura y quien atestiguó sus últimos días. La vio, en una larga y penosa agonía, cuando murió el 21 de octubre de 1949, a los 74 años, víctima de una alteración del sistema linfático. Laura pesaba unos 170 kilos, pero no por ser glotona. De hecho, pasaba días enteros de ayuno y penitencia, sin probar bocado. Aunque no está documentado, se estima que padecía un desorden hormonal que la hacía subir de peso; problema de tiroides, tal vez. (Conozca los santos latinoamericanos).
Defensora de los indígenas
Desde que conoció a los indígenas, sigue Martínez, se convirtieron en su obsesión, o mejor, en su llaga. Fue por eso por lo que, a los 40 años, decidió embarcarse en lo que parecía una locura: meterse en el monte a evangelizar y a ayudar a los nativos. Lo hizo con un permiso de la Iglesia, sin ser religiosa aún, acompañada por su madre, de más de 70 años, y por seis amigas, sus escuderas, que la seguían con fe ciega.
¡Locas! Así les gritaban cuando iban saliendo desde Medellín rumbo a Dabeiba (occidente de Antioquia), a lomo de mula, con dos peones que las custodiaban, en un viaje de 10 días. Al llegar a Dabeiba –comenta Martínez– fue rechazada vilmente por todo el pueblo. Pensaban que ella y sus discípulas iban a quedarse con las tierras y a conseguir marido. Ni los indígenas la querían, y menos los gamonales y terratenientes de la región. Hasta la propia Iglesia a la que proclamaba se interpuso ante su iniciativa. “En esa época era inadmisible que una mujer hiciera algo tan intrépido como irse para la selva a vivir con los indios”, agrega Martínez. Además, llamaba la atención que una mujer, sin ostentar una credencial religiosa, pregonara el evangelio.
Poco a poco empezó a ganarse el respeto y el afecto de la gente, sobre todo de los indígenas. “La madre Laura entendió y defendió la diversidad, reconoció al otro ser, que también tiene cualidades y valores, formado desde la naturaleza y no desde la academia o la modernización. Les demostró a todas esas personas que categorizaban a los indígenas como seres salvajes que estaban equivocados”, dice José Leonardo Domicó, líder de la comunidad embera-katío asentada en Dabeiba.
Laura –añade Domicó– no solo les inculcó el valor de la educación –a los más destacados se los llevaba a estudiar a colegios y universidades de Medellín–, sino que luchó por el reconocimiento de sus tierras y por la garantía de sus derechos humanos. “Fue nuestra gran activista, la persona blanca que más ha luchado por nosotros. Además, nos evangelizó sin pretender arrancarnos nuestras costumbres ancestrales”, agrega el líder.
Allí, en Dabeiba, en 1914, se convirtió en fundadora de su propia comunidad religiosa, que hoy está conformada por mil misioneras, que les ayudan a los más desvalidos de Colombia y de otros 20 países. “La madre Laura no es una santa milagrera. Fue una mujer que revolucionó la historia del país, y que cambió el papel de la mujer en la sociedad. Ella es mucho más que una monjita que hace milagros desde el cielo”, dice la hermana Amparo de Jesús Álvarez, una de sus discípulas. Y lo dice sin pretender ser desagradecida, pues es hija de la mujer cuyo testimonio de sanación fue aprobado por Juan Pablo II para la beatificación, en abril del 2004. Herminia, su madre, tenía cáncer de estómago y se curó sin ninguna explicación médica, después de encomendarse a ella.
Más tarde vendría el milagro clave para la canonización, el del médico antioqueño Carlos Eduardo Restrepo, quien en su lecho de muerte, ya con los santos óleos encima, con un hueco en el estómago del tamaño de una naranja –como médico sabía que no tenía cura– le pidió que lo salvara.
De la madre Laura, la hermana Esther Hoyos, de 83 años, quien tuvo el privilegio de conocerla, recuerda la dulzura de su voz, su jovialidad y buen humor, y sus ojos negros profundos. Cuando la veía –confiesa– sabía que estaba al frente de una santa. Para Hoyos, los colombianos deben estar muy orgullosos de tener entre los suyos a una consentida de Dios y a una gran ciudadana. “Ella fue una luz en la selva, una luz que hizo religión y evangelio, que sembró a Dios, pero que también hizo patria”.
El libro ‘Habemus santa’, del periodista de EL TIEMPO José Alberto Mojica, será lanzado la primera semana de junio por Intermedio Editores.
Jericó y Medellín, sus santuarios
Los lugares que concentran a los seguidores de la madre Laura son Jericó y Medellín. El primero es su tierra natal. Allí está la casa donde nació. Hay una especie de museo donde está la pila de piedra en la que fue bautizada y una colección de sus libros y fotografías. En la catedral del municipio hay un monumento y un lienzo en su honor. El Santuario de la Luz, en Medellín, es todo un complejo religioso en su honor. En su tumba, los peregrinos se agolpan para pedirle milagros. El sitio más visitado es el cuarto donde ella murió. Se conservan su cama -se cree que el que allí se acuesta se cura- y sus pertenencias.
Sus reliquias en Colombia y el mundo
Obedeciendo a la costumbre de la Iglesia católica de atesorar reliquias de los santos, la madre Laura fue exhumada en 1974 para extraerle dos falanges del segundo dedo del pie derecho y una costilla, la número 11. Una de las falanges se conserva en un relicario de madera, expuesto al público, en la catedral de Jericó. La segunda, dentro de otro relicario, está en la Santa Sede, en Roma.
La costilla fue triturada en múltiples pedazos, que se enviaron a todos los lugares donde hay sedes de la obra de Laura: Colombia, Haití, República Dominicana, España y República Democrática del Congo.
JOSÉ ALBERTO MOJICA
enviado especial de EL TIEMPO
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