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Siete años de vergonzosa impunidad en caso de niña violada en Melgar

Dos militares estadounidenses, traídos por el Plan Colombia, abusaron de ella en base de la FAC.

EL TIEMPO
“A veces es mejor morir que vivir huyendo. Pero yo no puedo morirme hasta que no encuentre justicia para mi hija, para mí”. Olga Lucía Castillo repite la frase cada vez que se lleva la mano a uno de sus senos y recuerda que le han descubierto quistes que pueden ser cáncer.
Además, como a miles de mujeres en Colombia, la violencia sexual la tocó en el cuerpo y la vida de su hija. Medio país conoce su tragedia porque Olga es la madre de la pequeña de 12 años que, el 26 de agosto del 2007, fue drogada, secuestrada en una discoteca de Melgar (Tolima), posteriormente conducida a la base de la Fuerza Aérea Colombiana y luego violada por dos militares estadounidenses, que prestaban sus servicios para el Plan Colombia.
Su caso, como el 98 por ciento de los de violación en medio del conflicto armado en el país, está en la impunidad. Pero Olga no desfallece. Con los pocos ahorros que tenía, el pasado 4 de febrero compró un pasaje en un bus interdepartamental y llegó desde Medellín a Cartagena, donde las premio nobel de paz hablaban sobre violencia sexual.
Allí nuevamente clamó por justicia. Esa que ha sido esquiva, peyorativa y victimizante porque, además de la agresión que sufrió su hija, el desplazamiento y la persecución también se ensañaron con ella y su familia. (Lea: Mujeres víctimas de ataques con ácido en la India posan en calendario)
La cruz de la violación
Para ese agosto del 2007, Olga Lucía era una próspera comerciante que vendía artesanías en Melgar, y entre semana era decoradora de eventos. En la base militar de Tolemaida la conocían muy bien porque era quien manejaba la logística de las primeras comuniones y las cenas de los uniformados del Ejército.
La noche del 26, su hija de 12 años y su hermana de 10 le pidieron permiso para ir a la zona rosa de Melgar a comprar comida. Eran las siete de la noche. Un par de horas después, la menor de la niñas regresó sola. (Lea: Las mujeres piden una Medellín libre de violencia)
“Le pregunté que dónde había dejado a su hermana y no me dijo nada. Después se me acercó un poco temerosa y me confesó que a la otra niña le habían dado ganas de entrar al baño y decidió hacerlo en la discoteca Reina de Corazones; luego vio que un señor le invitó una gaseosa. Tras esto desapareció. No supe nada más de mi hija”, relata Olga.
Acudió a la Policía, al hospital de Melgar y recorrió la zona rosa de la población hasta altas horas de la madrugada sin suerte. “Pensar en ese momento es revivir una tragedia –señala–, porque a las 9 de la mañana, cuando la niña apareció en el parque de Melgar, ya no era la misma. Nunca más fue la misma...”.
Entonces el llanto incontrolable se apodera de la mujer que hoy se gana la vida haciendo tatuajes temporales de pueblo en pueblo.
“Los días siguientes fueron de confusión. Al final se pudo establecer que la niña había sido violada, logramos saber quiénes eran los responsables y, pese al dolor que nos embargaba, yo misma los busqué en la base y los confronté. Su respuesta fue: ‘Su hija es una putica; aquí no ha pasado nada’”.
Los hombres que destruyeron la vida de Olga Lucía y de sus hijas son Michel J. Coen, para ese momento sargento activo del ejército de Estados Unidos, y César Ruiz, militar retirado de ese país y para el 2007 contratista del Plan Colombia.
Pese a que hubo una demanda formal, una investigación en la justicia ordinaria y la justicia penal militar y un llamado de la Defensoría del Pueblo para que hubiera celeridad en el caso y justicia, los dos militares regresaron a Norteamérica sin pagar un solo día de cárcel ni afrontar ningún proceso judicial, gracias a la inmunidad diplomática que los cobijó.
La impunidad reinó, pero además en ese momento se abrió el capítulo de la verdadera pesadilla que han afrontado día tras día Olga y sus hijas.
Empieza la persecución
“Mientras hacía las gestiones ante la Fiscalía de Melgar noté que empezaron a seguirme en camionetas con vidrios polarizados. Luego llegaron amenazas y de un momento a otro tuvimos que salir huyendo hacia Pasto con una maleta en la mano que tenía tres mudas de ropa para cada una”. Olga vuelve a quedar sumergida en el llanto.
Lo perdió todo. Sus artesanías, la mercancía que vendía en el parque, el negocio de decoración de eventos... todo.
Ella siguió buscando ayuda judicial y la Corporación Reiniciar tomó el caso. Sin embargo, Olga alega que los abogados no hicieron lo suficiente y lo dejaron perder, y que muchas veces la revictimizaron al no permitirle que tuviera acceso al expediente. “En este caso no hay nada que hacer”, recuerda que le dijo un día la directora de Reiniciar, y su esperanza se fue otra vez al piso.
Al mismo tiempo, las personas que la seguían aparecieron en Pasto y tuvo que volver a empacar su maleta y salir hacia el Huila.
Su proceso ya no solo era por violación. Ahora se sumaba el desplazamiento forzado. Entonces, la Fiscalía ordenó que se le hiciera un examen de psiquiatría forense a la niña que ya estaba en la adolescencia.
“Ella no quería hablar. Nunca ha querido hablar sobre lo que pasó porque, además, el apoyo psicológico que necesitó y ha necesitado desde el primer día es inexistente”, reclama la mujer.
Según su testimonio, el psiquiatra que la atendió dijo a la menor que “no tenía mucho que reclamar porque claramente se deducía que ella había incitado la relación sexual (ni siquiera se refirió a violación), por estar a las 10 de la noche en la calle y entrar a orinar a una discoteca donde no se permiten menores de edad y hay hombres mayores”. (Lea: Sexualidad y reproducción, el debate eterno de las mujeres en Medellín)
Olga Lucía relata que esa respuesta, de parte de un profesional que supuestamente les ayudaría, fue devastadora. Pero además reaparecieron las intimidaciones. Por tercera vez dejaron todo abandonado y buscaron refugio en Villavicencio. “Empecé a trabajar en casas de familia, a vender lo que se pudiera, a reubicarnos con otros desplazados y repentinamente apareció un hombre llamado Jhon Ramírez. Dijo que venía a arreglar el problema que tenían los gringos en Colombia. Me mostró un documento escrito en inglés y me pidió que se lo firmara, que con eso quedaba todo resuelto. Gracias a Dios no lo hice porque me di mis mañas para saber qué decía y era una declaración mía en la que renunciaba a cualquier tipo de indemnización o ayuda monetaria por los daños causados por los dos estadounidenses. Todo el tiempo que estuvo conmigo me mostraba una pistola que tenía en la cintura”, asegura Olga.
Este hombre, Jhon Ramírez, trabajaba hasta el 2014 en la oficina de investigaciones criminales del Ejército de Fort Bragg, en Carolina del Norte. Así lo comprobó el diario estadounidense El Nuevo Herald, en una investigación que hizo sobre el proceso judicial de Coen y Ruiz.
El investigador se fue de Colombia sin la firma de Olga Lucía, pero a cambio regresaron las intimidaciones y el cuarto desplazamiento. Esta vez a Medellín.
Hace una semana EL TIEMPO visitó allí a esta mujer, arrumada en una pieza del barrio Aranjuez, donde tiene el baño, la estufa y la cama en el mismo espacio. Sin sus artesanías y las comodidades de las que gozaba en el 2007, pero con la dignidad intacta.
Ahora no solo lucha en el sistema de justicia para lograr que los violadores de su hija paguen por lo que hicieron. También ha empezado una batalla para que el sistema de salud le autorice los exámenes que puedan determinar si tiene cáncer o no.
Otra batalla más la tiene con la Unidad de Víctimas, que pese a conocer perfectamente su caso no la ha incluido en el registro único, ni le ha dado la firma que necesita para su reubicación en condiciones dignas.
Lo más doloroso de esta historia es lo que ha pasado con aquella niña de 12 años que hoy tiene 20: habla poco, no sale a la calle, ha intentado suicidarse tres veces y es madre de una pequeña que ha recibido todo el peso de la tragedia de su progenitora.
Olga Lucía no desiste. Dice que no desistirá, así tenga los días contados.
EL TIEMPO
@jbedoyalima
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