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Corrupción: el cáncer que más se propaga en Colombia

Su costo llegaría este año a 23 billones de pesos. En los últimos 11 años, ha aumentado el 600%.

JUAN GOSSAÍN
Hoy se celebra en el mundo entero el día internacional de la lucha contra la corrupción. Agárrense, pues, porque de eso vamos a hablar.
Para no decirnos mentiras ni andar con pañitos de agua tibia, y para no intentar engañarnos a nosotros mismos, tenemos que reconocer –aunque nos duela en el alma– que en Colombia la corruptela, tanto pública como privada, se ha vuelto pan de cada día, como si fuera la cosa más natural del mundo. Ya nadie se asombra de nada. Con el paso del tiempo nos volvimos permisivos y tolerantes. La podredumbre nos rodea por todas partes.
Con decirles que esta es la crónica más compleja que me ha tocado investigar en los últimos años. La gente no se atrevía a hablar, y los pocos que hablaban lo hacían con disimulo, bajando la voz, como si estuvieran cometiendo un crimen. Algunos hasta se me escondieron o apagaron sus teléfonos.
Parece que, como en el célebre tango de Discépolo, hoy en día “da lo mismo ser derecho que traidor”. Se han ido derrumbando las bases morales de nuestra sociedad. Los ladrones de cuello blanco se sientan frescamente en los clubes sociales y alardean en los restaurantes más afamados del país.
Sin embargo, por ahí quedan todavía unos cuantos apóstoles de la decencia, investigadores y académicos, que siguen batallando por una sociedad más honesta. Con ellos pude conversar para hacer este trabajo periodístico. Son gente admirable.
Pública y privada
Desde hace dieciocho años existe una institución llamada Transparencia por Colombia, que es la filial nativa de Transparency International. Su directora es Elisabeth Ungar, una profesora universitaria a la que yo he visto romperse el alma luchando sin desmayo contra la corrupción.
En cuanto a la proporción que existe entre la corrupción pública y la privada –me dice ella–, no hay cifras que nos puedan dar una idea precisa. No obstante, como dice el dicho, “para bailar tango se necesitan dos”.
La verdad es que en los grandes escándalos nacionales de corrupción, como el ‘carrusel de la contratación’ de Bogotá o el caso de la comida para los estudiantes de La Guajira, “hay una mezcla de públicos y privados”.
No obstante, en los últimos tiempos también ha habido casos de solo sectores privados (como pasó en Interbolsa) y de solo públicos. “Pero por lo general –agrega la señora Ungar–, en lo que conocemos como ‘la gran corrupción’ están involucrados los dos protagonistas”.
Cifras aterradoras
Los números de la corrupción causan espanto y pavor. En una entrevista que le hice meses atrás, y que se publicó en estas mismas páginas, el entonces procurador Alejandro Ordóñez afirmó que el año pasado la corrupción de las entidades públicas le costó veinte billones de pesos al Estado colombiano.
Pues, para que sepan, varios investigadores consideran que este año, que se está acabando, esa cifra llegará a 23 billones, lo que significa un horrible incremento del 15 por ciento en un solo año.
Los expertos que se dedican a desentrañar estas materias tan complejas coinciden en afirmar que los índices de la corrupción en Colombia empezaron a dispararse, sin control de ninguna clase, hacia el año de 1995. Mire usted lo que ha pasado desde entonces.
En el 2005 fue de 3,9 billones de pesos, pero solo dos años más tarde, en el 2007, ya era de 6 billones. Y en el 2011 había subido a 10 billones. Todos esos números demuestran, si usted agarra una calculadora, que en los últimos once años el incremento de la corrupción oficial ha sido del 600 por ciento.
Causas y castigos
Cuando se les pregunta a estos investigadores cuál es, en su opinión, la principal causa del frenético crecimiento de este desastre moral y económico, contestan casi en coro, con una sola palabra, y aunque no se conozcan entre ellos:
–Impunidad.
La falta de castigo es el principal culpable. La realidad no miente: en este momento, de cada cuatro personas que son condenadas judicialmente por corrupción, solo una está pagando su delito en la cárcel. Las otras tres tienen libertad condicional o prisión domiciliaria. Mejor dicho: solo el 25 por ciento de los condenados se encuentra en una celda; los demás están en pabellones especiales o en su casa, y van a fútbol los domingos.
Como si fuera poco, el promedio de penas para un delito como el soborno es de apenas dos años de prisión.
Es por eso que los profesores Édgar Enrique Martínez, de ciencia política, y Juan Manuel Ramírez, de administración pública, autores de un excelente estudio sobre la corrupción en contrataciones estatales, concluyen que, entre otras muchas medidas que deben tomarse, las más urgentes están relacionadas con hacer verdadera justicia, incrementar las penas y lograr que se cumplan las condenas.
El problema empeora
Ante semejante situación, que empeora cada día, no se extrañen de esta revelación: entre todos los países de América, y según la percepción que tienen sus propios habitantes, Colombia, con un 79,6 por ciento, es el segundo más corrupto. (O corrompido, como decían bellamente los clásicos de las letras castellanas). El primero es Venezuela, con 80 por ciento. El más limpio es Canadá.
Según las encuestas de Transparencia por Colombia, el 83 por ciento de los colombianos considera que, en vez de mejorar, la situación se está agravando.
“La gente dice que la corrupción es uno de los tres problemas más grandes que tiene el país, junto con el desempleo y la delincuencia común”, añade Elisabeth Ungar.
Los partidos políticos (así como el Senado y la Cámara de Representantes) son percibidos por la opinión pública como las instituciones más dañadas de Colombia.
Empresa privada
La mala fama de nuestro relajo moral se está extendiendo por el mundo entero. La propia señora Ungar me cuenta que, de acuerdo con una investigación adelantada por el Foro Económico Mundial, el 15,5 por ciento de los ejecutivos que fueron entrevistados “percibe que la corrupción es un obstáculo para hacer negocios en Colombia”.
Imagínense el daño que eso le hace a nuestras posibilidades de tener más empleo para la gente. Los empresarios agregan que, en cambio, “las medidas para prevenir y sancionar la corrupción son muy pocas”.
Cómo será de grave el asunto que el 91 por ciento de los propios empresarios –91 por ciento, nada menos– considera que es obligatorio ofrecer sobornos para mantener sus negocios en actividad.
La vida en familia
Ya no más disimulos. Para qué vamos a seguir engañándonos. Por el contrario, creo que esto ya no aguanta más. Ha llegado la hora de hablar con franqueza. Con crudeza, si es necesario. El país está sumergido en un apestoso pantano de podredumbre moral. Le hemos cogido confianza a la corrupción y por eso nos está agobiando. Nos acostumbramos a convivir con ella.
Los hospitales se cierran, la gente se muere esperando atención, se roban el dinero destinado a la educación o la comida de los estudiantes pobres. En Colombia, la palabra contrato se volvió mala palabra. La verdad, por dolorosa que sea, es que la vida hogareña también está cayendo en esos mismos horrores.
Como la corrupción es un cáncer, el mal ejemplo hace metástasis. Ahora los buenos vecinos repiten sin sonrojarse que el vivo vive del bobo, donde vivo viene a ser el ladrón y bobo es la persona honrada que no toca lo ajeno. No solo campea la corrupción; también el cinismo.
Ya hay, gracias a Dios, gente reaccionando. Especialmente los jóvenes. Por las redes sociales ha circulado en estos días un texto magnífico, desgraciadamente anónimo, en el que su autor nos pega un regaño merecido y pregunta de qué nos quejamos o nos asombramos si todos contribuimos a este desastre.
Nos sentimos orgullosos de nuestra “viveza criolla” porque la gente se cree más astuta cuando se roba la señal de televisión. Las empresas se han convertido “en papelería particular de empleados deshonestos, que se llevan para su casa hojas de papel, lápices, bolígrafos y todo lo que hace falta para las tareas de sus hijos”. Pero al mismo tiempo sermonean a los muchachos para que sean honrados. Y se atreven a mirarlos a los ojos.
Epílogo
Aquí seguimos creyendo que el fin justifica los medios y que todo vale con tal de volverse rico. En los actos más simples de la vida cotidiana repetimos que por la plata baila el perro. San Gregorio Magno decía que los buenos, cuando se corrompen, son los peores.
¿Y después tenemos derecho a quejarnos? ¿No es hora ya de cambiar de actitud y de rectificar el camino? ¿Hasta dónde va a llegar la perversión de nuestras costumbres?
Ojalá no sea demasiado tarde cuando aparezca en Colombia uno de esos demagogos, de derecha o de izquierda, que andan por América Latina pescando en río revuelto. Porque, para la supervivencia de la democracia, no hay enemigo más peligroso que la corrupción. Ni siquiera una dictadura.
JUAN GOSSAÍN
Especial para EL TIEMPO
JUAN GOSSAÍN
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