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Sumas y restas de la Constitución del 91 al cumplir 25 años

El país no ha analizado las consecuencias que se generaron de la nueva organización territorial.

En materia de constituciones, 25 años de vigencia son tiempo apenas suficiente –si acaso– para aquilatar su infancia.
Pero en esta nación, donde los cambios suelen darse con velocidad de vértigo, hay ya suficiente perspectiva para valorar, como lo han hecho autorizadas voces, algunos desarrollos de la Constitución de 1991.
Sin embargo, existen áreas cruciales donde la nueva Carta introdujo modificaciones trascendentales, cuyo efecto no se ha meditado suficientemente.
La organización territorial es una de estas. De la importancia del tema, algo nos dice el que los constituyentes del 91 le hubieran asignado un título específico (el XI), desarrollándolo en cuatro capítulos y 46 artículos, de los 380 que contenía originalmente la nueva Constitución.
No era para menos. Ordenar el territorio es una de las tareas de Estado más desafiantes y determinantes de la vida de una nación, entre otras razones por la enorme dificultad que existe de modificar la organización adoptada, en función de objetivos estratégicos y geopolíticos de largo plazo, tales como el poblamiento, la sostenibilidad ambiental, la economía y la seguridad.
Así, los tiempos históricos en esta materia no se miden en años sino en siglos. Esta fue razón por la cual los constituyentes dejaron abierto en la nueva Carta un amplio conjunto de opciones para administrar el territorio.
En efecto, aparte de las entidades territoriales tradicionales (municipios y departamentos), se crearon los distritos y los territorios indígenas, a la vez que se permitió erigir como tales, regiones y provincias, concediéndoles a todos autonomía para la gestión de sus intereses, facultad para gobernarse por autoridades propias y crear tributos.
Pero quizás la decisión más trascendente fue la de erigir en departamentos las antiguas nueve intendencias y comisarías (los antes llamados territorios nacionales), cuya administración –dadas poderosas razones estratégicas como eran, entre otras, su baja población, relevancia fronteriza y fragilidad ambiental–, venía cumpliendo el gobierno central a través del Dainco, esa suerte de “ministerio de las provincias de ultramar” inglés, al cual el gobierno López Michelsen dio rango de departamento administrativo (ministerio técnico), y el de Betancur, asiento en el Consejo de Ministros y el Conpes.
Este crucial asunto amerita consideración más detenida, especialmente con miras a establecer qué, en últimas, ganaron o perdieron las gentes de esas regiones con el cambio de estatus. Más aún: es imperativo valorar serena y colectivamente el impacto de esa gran reforma territorial a la luz de intereses nacionales superiores, particularmente en estos tiempos –ojalá fortunosos– de inminente posconflicto.
Es claro que los nuevos departamentos ganaron en autonomía. En pie de igualdad con los del resto del país, eligen ahora a sus propios gobernadores y alcaldes, y estos manejan a discreción el presupuesto. Ganaron también en representatividad, pues eligen no menos de dos representantes a la Cámara, y los más poblados, eventualmente a un senador.
Valoremos ahora, grosso modo, los costos. De un lado, como lo denunció recientemente EL TIEMPO, en los nuevos departamentos se presentan hoy los más escandalosos niveles de corrupción y de miseria que se conocen en el país. Paradójicamente, el efímero boom de regalías (botín y festín de unos pocos) y el turbión de la minería ilegal han dejado en casi todas partes más ruina que prosperidad.
Qué no decir de las diversas y atroces formas de violencia que se han ensañado con esa “otra” Colombia (esperábamos que fuera otra, sí, pero nueva y mejor), casi todas asociadas al ubicuo imperio de aquel fenómeno abominable que genéricamente conocemos como narcotráfico.
Por cierto, las mismas razones hacen pensar que Chocó, La Guajira y Caquetá transitaron prematuramente de intendencia a departamento.
De otro, para el país los riesgos se aprecian enormes. Dada la baja población, con muy pocos votos fuerzas oscuras pueden capturar allá –ya ha pasado– los aparatos administrativos territoriales. En algunas excomisarías se puede elegir un alcalde con 300 votos, y un gobernador o un representante a la Cámara, con 700.
En otras palabras, el mismo número de votos que se requieren para elegir, valga el ejemplo, el gobernador, un senador y dos representantes en un departamento promedio, permiten elegir en los recientes los nueve gobernadores, los 18 o más representantes y hasta 5 senadores.
Esos nuevos departamentos suman el 34 por ciento de la superficie del país y tres cuartas partes de nuestras fronteras internacionales.
Más aún: su perímetro interior define otra frontera, tan inviolable como la internacional, puesto que delimita el espacio que ocupan patrimonios intangibles que los colombianos debemos proteger a toda costa, como son, al sur, la selva amazónica; al oriente, los bosques de galería y La Macarena, y al occidente, las serranías donde nace y reside gran parte de nuestra riqueza hídrica.
Los modelos de colonización, poblamiento y desarrollo vial tradicionales deben sustituirse ya por otros que eviten la destrucción de ecosistemas territorialmente amplios, pero no aptos para la intervención humana.
En Colombia todavía es posible evitar que prospere el viejo paradigma de “poblar para no entregar”, de las dictaduras brasileñas. Hay que reemplazarlo por el “no poblar, para vivir”, vistas las grandes tragedias ambientales que la ejecución de ese atroz “modelo” geopolítico causó a nuestro gran vecino.
En Colombia, taimada y silenciosamente, ya se han producido daños graves, quizás irreparables.
Incluso en los planos económico y social, respetar las asimetrías propias de una nación cuyo territorio es tan intrínsecamente diverso como la gente que lo puebla, genera ventajas inestimables; pero la funcionalidad del conjunto depende en gran medida de que se comprenda y actúe de manera acorde con la heterogeneidad vigente.
Sería tan necio, por ejemplo, pretender convertir a Leticia en otra Barranquilla, como dejar de hacer el túnel de La Línea para financiar el “ecocidio” vial que se proyecta entre La Macarena y Pitalito; así mismo, tampoco conviene al interés nacional que se repliquen en nuestras llanuras amazónicas u orinoquesas los modos de producción, mecanismos de propiedad y acceso a la tierra aptos para la costa norte, o los fértiles valles centrales, o las mesetas andinas.
¿Cómo no valorar y proteger (por lo menos tanto como los espacios destinados a la producción de bienes, servicios y alimentos) aquellos destinados de principio a fin de los tiempos a producir el agua, el oxígeno y las materias nutricias de las vidas que nos dan vida? En fin...
Lo cierto es que en la misma Constitución reside un formidable instrumento para evitar los riesgos implícitos en manejar mal las asimetrías.
Ahí está, inédito, el artículo 302 de la Carta, por el cual “la ley podrá establecer para uno o varios departamentos diversas capacidades y competencias de gestión administrativa y fiscal distintas a las señaladas para ellos en la Constitución, en atención a la necesidad de mejorar la administración o la prestación de los servicios públicos de acuerdo con su población, recursos económicos y naturales, y circunstancias sociales, culturales y ecológicas”.
Así define la Carta lo que pudiéramos llamar los “departamentos especiales”, entidades que podemos imaginar aligeradas en buena parte del ineficaz y costoso aparato burocrático de los departamentos tradicionales, pero dotadas de herramientas para atender bien a los ciudadanos.
La coyuntura política que atraviesa el país parece muy oportuna para retomar la reflexión –y la acción– sobre un tema alrededor del cual estamos lejos, como sociedad, de tener ideas, criterios y sistemas suficientemente claros y compartidos, pese a los obvios riesgos que asoman en el horizonte.
Están, pues, en las manos del Estado las herramientas necesarias para tomar las cautelas conducentes a contener en esas regiones el avance de amenazas ciertas y conocidas, y de impedir que se perpetúen allí poderes sombríos.
Lograr un ordenamiento territorial idóneo debe ser un imperativo categórico del país, un propósito nacional tan trascendente y compartido como lo es –como lo debe ser– alcanzar la paz. De hecho, ambos propósitos van de la mano y en un plazo no muy largo ninguno será posible sin el otro.
HÉCTOR MORENO REYES
Especial para EL TIEMPO
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