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Editorial: Más biocombustibles por menos comida

Editorial
Esta semana, Peter Brabeck, el presidente de Nestlé, el mayor grupo alimentario del planeta, instó a gobiernos y políticos del mundo a ponerle fin al uso de alimentos para producir biocombustibles.
Fundamenta su solicitud en un argumento preocupante: a estas alturas, la mitad del maíz que produce Estados Unidos y el 60 por ciento de la canola europea hoy se usan con dicho fin. De acuerdo con Brabeck, esto ha presionado hacia arriba, en forma desproporcionada, los precios de los alimentos. Si tal factor se suma a los impactos negativos del cambio climático sobre la agricultura, resulta lógico que las principales fuentes de alimento del planeta ya no sean accesibles a todas las personas, sobre todo a las más pobres.
Según el último informe de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura (FAO), la volatilidad de los precios de los alimentos se ha venido agudizando por los vínculos más estrechos entre los mercados agrícolas y los energéticos. Este fenómeno incrementa día a día el número de hambrientos en el mundo, que en los países en desarrollo, según la FAO, es cercano a los 600 millones.
Los biocarburantes o agrocombustibles pueden obtenerse a partir de productos como el maíz, la mandioca, la soya, el girasol y las palmas, pero también de especies forestales como los eucaliptos y los pinos. Su desarrollo creciente tiene como objetivo básico la progresiva sustitución de combustibles fósiles, como el petróleo y el carbón. Si bien son una buena fuente de energía, poco a poco han dejado de producirse a partir de desechos agrícolas. En lugar de eso, cada vez más se recurre a la utilización de cultivos vegetales comestibles, lo que ha requerido un cambio en el uso de las tierras que se dedicaban a la alimentación.
Este no es el único recurso del que se echa mano con tal propósito. Por cuenta de dichos procesos también se han destruido espacios naturales indispensables para el equilibrio biológico del planeta, mediante la deforestación de bosques y selvas y el cada vez mayor uso de agua y fertilizantes, la mayoría de los cuales acidifica los suelos de manera peligrosa y disminuye los volúmenes de reservas acuíferas para el consumo humano en el mundo.
Brabeck insiste en que no se trata de dejar de producir biocombustibles, sino de usar materiales orgánicos distintos, que no pongan en riesgo la seguridad alimentaria de la población ni el equilibrio ecológico.
Mención aparte merece el hecho de que, de acuerdo con un informe de la Global Footprint Network y la New Economics Foundation, la humanidad agotó en ocho meses todos los recursos que el planeta puede proveer (y el carbono que puede absorber) en forma sostenible durante este año. Eso quiere decir que, en sentido figurado, en lo que queda del año los seres humanos tendrán que vivir a crédito del planeta, sobreexplotando los recursos naturales de las generaciones futuras para poder sostenerse.
Colombia, que en el 2006 incursionó en la producción de biocombustibles, no debe ser ajena a estas advertencias. Si bien ha fijado metas y puesto normas para regular el proceso, es claro que hay abusos y excesos que atentan contra los bosques tropicales y el patrimonio ecológico. Allí se instalan plantaciones para la producción de etanol, principalmente, previa quema del entorno.
Es paradójico que para elaborar combustibles menos contaminantes se produzcan emisiones de CO2 superiores a las cantidades no emitidas por su uso, sin contar con los problemas respiratorios y la desaparición de santuarios verdes. El país está a tiempo de ponerlo todo en una balanza y decidir qué resulta más determinante e importante para su futuro.
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