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Editorial: Reconciliación en Semana Santa

La historia de Jesucristo es una fábula ejemplar para un mundo que suele quedarse en la violencia.

EL TIEMPO
Podría decirse sin temor a equivocarse, y más allá de la fe que mueve montañas y de las férreas convicciones religiosas, que en la Semana Santa celebramos todos un determinante giro de la historia del mundo: no es necesario ser católico, ni haber crecido escuchando en la radio la Pasión, muerte y Resurrección de “Nuestro Señor Jesucristo” (no es necesario haber vivido en la infancia la gravedad, el recogimiento generalizado y el luto y las campanadas de la Semana Santa, ni haberse repetido El mártir del Calvario año por año), para reconocer que el relato de la venida del Hijo de Dios a la Tierra sigue siendo un parteaguas, un punto en la historia del mundo que sigue sirviendo para hablar de un antes y un después.
Y ello es testimonio, por supuesto, de la enorme influencia que ha tenido el catolicismo en todos los ámbitos de lo humano, pero también de lo conmovedora que sigue siendo la parábola de aquel hombre que a su breve paso por el mundo dejó dicha una filosofía de la compasión y alcanzó a enunciar una tarea humana –la de superar la ley del talión y servirle al prójimo antes que a sí mismo– que puede ser el reto y la labor de toda una vida.
Aún hoy, en los tiempos del bosón de Higgs y las conquistas de la galaxia, resulta estremecedora la imagen de ese Hijo de Dios que después de lavar uno a uno los pies de sus apóstoles y de ser entregado a las autoridades de entonces por uno de ellos fue crucificado. Entregándose a la muerte en nombre de todos, lo hizo con la esperanza de resucitar como un símbolo del perdón y de la reconciliación.
Quien haya estado atento a lo que ha estado sucediendo en el mundo tendría que reconocer que –más allá de las deplorables e inquietantes noticias que en los últimos días el grupo terrorista Isis ha protagonizado por Europa y Oriente Próximo– estamos siendo testigos de un par de determinantes giros de la historia.
Por un lado, el presidente norteamericano Barack Obama ha cometido la osadía de visitar la Cuba que fue enemiga de su país durante tanto tiempo, de recorrer sus lugares emblemáticos y de hacer allí un elogio del pueblo cubano que es un histórico cambio de discurso y un llamado a dejar atrás el paranoico siglo XX: la Unión Soviética no existe desde hace varias décadas y el muro de Berlín cayó hace ya veintisiete años, ante los ojos de los dos hemisferios del mundo; pero quizás sea esta alegre y valiente visita del presidente Obama el punto final de la Guerra Fría, el momento en el que ese anticomunismo anacrónico pero no por eso menos virulento –que ha servido de excusa para tantos desmanes– ha perdido fuerza y sentido.
Por otra parte, el presidente Juan Manuel Santos y la guerrilla de las Farc han insistido a pesar de todo en llevar a buen término los diálogos para alcanzar el fin del conflicto. Es cierto que si se hubieran cumplido los planes anunciados hace seis meses, habría sido ayer, miércoles 23 de marzo del 2016, el día de la firma de la paz, y esta Semana Santa habría sido celebrada como la conclusión definitiva de una guerra devastadora que ha durado más de cincuenta años y ha minado la moral y la esperanza de los colombianos. Pero también es verdad que el proceso de La Habana sigue recibiendo, en su recta final, el apoyo de los más importantes líderes del mundo, desde el propio Obama hasta el papa Francisco. Un esfuerzo de paz con acento en la reconciliación y en el perdón. Que busca verdad y reparación, y cuyo norte son las víctimas. No son pocos los puntos de unión de esta experiencia –que por momentos parece un monte Calvario también– con la esencia del mensaje que compartió Jesús en la Última Cena.
Pero, sobre todo, es verdad que la firma de la paz, más que una ilusión, es a estas alturas una clara posibilidad. Y que será un giro determinante de la historia de Colombia.
Dirán los incrédulos, que han estado llenando el mundo de declaraciones hastiadas, que Estados Unidos deshonra sus principios y sus dramas pasados recomponiendo sus relaciones con la Cuba de los hermanos Fidel y Raúl Castro. Repetirán que el gobierno de Santos comete el mismo error de siempre confiando en la guerrilla de las Farc, y que firmar la paz con una banda que no es el mayor de nuestros problemas no es más que servirle de cómplices a un grupo de hombres y de mujeres por fuera de la ley.
Pero lo cierto, lo comprobable, lo evidente, si se observan los hechos en vez de asumir como actuales los discursos de hace medio siglo, es que el mundo ha estado cambiando desde hace varias décadas, que “la amenaza comunista”, que moldeó las cabezas de los unos y de los otros y promovió tanta violencia de parte y parte, es hoy un pretexto de aquellos que no conciben una vida diferente. Resulta lógico pensar que si Estados Unidos consigue levantar el embargo que ha marcado a varias generaciones en Cuba, si se llega a firmar la paz aquí en Colombia, como todo parece indicarlo, muchas mentalidades cambiarán para bien.
Pregunta Borges en el último verso de su poema Cristo en la cruz: “¿De qué puede servirme que aquel hombre haya sufrido si yo sufro ahora?”. Y es claro que la historia de Jesucristo, dolorosa y reparadora a un mismo tiempo, sigue siendo la gran fábula ejemplar para un mundo que suele quedarse atrapado en el círculo de la violencia. Que ese hombre haya venido al mundo a cumplir semejante destino suele recordarles, a quienes comparten su fe y a quienes comparten sus ideas, la misma verdad: que ningún pueblo está condenado a ningún fracaso y ya es hora de que a la muerte le sigan la reconciliación, el perdón, la sanación de las heridas y, en consecuencia, la redención.
EDITORIAL
EL TIEMPO
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