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Para siempre joven

No es el Nobel el que engrandece al estupendo Bob Dylan, sino Bob Dylan quien ilumina al Nobel.

Editorial .
Desde el año pasado, cuando fue reconocida la bielorrusa Svetlana Alexiévich por una obra periodística con innegable vuelo literario, el Premio Nobel ha estado señalándoles a los lectores del mundo que la literatura no solo se encuentra en las novelas y en los poemas, sino en la mirada de cualquier escritor de cualquier género, pero la entrega del galardón al icónico cantautor norteamericano Bob Dylan –que nació hace 75 años en Duluth, Minnesota, con el nombre de Robert Allen Zimmerman– confirma la intención de la Academia Sueca de premiar lo popular, lo poético más allá de los géneros y de los prejuicios. En el comienzo de la Historia de la literatura se encuentra la canción, la juglaría, y resulta curioso que apenas ahora se haya considerado el nombre de un compositor, pero el Nobel a Dylan puede ser el comienzo de una apertura que celebre la totalidad del fenómeno literario.
Dylan, que está cumpliendo más de cincuenta años de carrera, es sin lugar a dudas –solo George Gershwin o Cole Porter o Paul Simon podrían estar a su altura– uno de los grandes compositores estadounidenses del último siglo. Un misterio indescifrable, sí, un poeta descarado capaz de articular en un par de versos las ambigüedades de la vida y la extrañeza de vivir (“detrás de cada cosa bella hay alguna clase de dolor”, canta en Not Dark Yet), pero también un cantante carrasposo y nasal que comandó la música de protesta en los sesenta, popularizó el folk, cargó al rock de enigmas y retruécanos, sobrevivió por poco a los sintetizadores de los ochenta, resucitó desde los noventa con algunos de los mejores álbumes de su carrera y emprendió una gira sin fin para dejar en claro que lo suyo no es otra cosa que un trabajo.
No es el Nobel el que engrandece al estupendo Bob Dylan, pues, sino Bob Dylan quien ilumina al Nobel. No es la literatura la que avala la canción como género, sino la canción la que le devuelve a la literatura sus infinitas posibilidades. “Solo puedo ser yo”, cantó Dylan alguna vez, “quienquiera que sea”: y ese sí que merecía el Nobel de literatura por su desencanto, por su gracia.
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