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Editorial: Los habitantes de la calle

Desalojo del 'Bronx' es la oportunidad para convertir la atención de personas en un laboratorio.

EL TIEMPO
La llegada a sectores residenciales de la capital y a municipios aledaños de habitantes de la calle que solían permanecer en el sector del ‘Bronx’, sumada a las dantescas imágenes y relatos sobre lo que allí ocurría, publicados días después de su lógica intervención, han logrado poner en primera plana del debate público a los miles de personas que, por distintas razones, hoy deambulan por las calles de las ciudades del país.
Al respecto, es necesario ser enfáticos en reprobar la actitud de algunos funcionarios que parecen haber partido de la premisa de que el ejercicio de los derechos está condicionado por la apariencia o la salud, y en ese orden de ideas han asumido contra estas personas posturas discriminatorias y abiertamente contrarias a la Constitución.
En las antípodas de tal actitud deben ubicarse los responsables de diseñar una política pública que hoy se asoma como urgente para esa población vulnerable. Se trata de que quienes quieran cambiar de vida puedan, sin mayores tropiezos, encontrar una mano proveniente del Estado que les brinde un apoyo efectivo, que trascienda el asistencialismo y, lo más importante, con potencial para superar las adicciones que arrastren. Las autoridades de salud deben estar en capacidad de responder con la tarea de atender a este grupo de seres humanos enfermos en forma digna, como hoy no parece ocurrir. Lo cierto, y esto inquieta, es que la integración social y las condiciones de bienestar que se pretenden para los desalojados tienen como pilar la atención en salud. Un campo en el que, valga decirlo, se encuentra la mayor fragilidad.
Gran parte del reto pasa por las mencionadas adicciones. Diversos estudios han confirmado que ocho de cada diez habitantes de la calle son consumidores habituales de drogas psicotrópicas de diferente tipo, situación que compromete de manera directa al Estado en general a partir de sus normas.
Bueno es tener en cuenta que la adicción a sustancias psicoactivas está calificada como una enfermedad primaria progresiva y mental, frente a la que la jurisprudencia constitucional (como la sentencia T-153/14) ha reconocido que dentro del ámbito de protección del derecho a la salud se debe incluir la garantía de acceso a tratamientos integrales para los sujetos que padecen afectaciones psicológicas, e incluso físicas, derivadas del consumo de este tipo de sustancias.
Adicionalmente, en el 2012 el Legislativo, por medio de la Ley 1566, reconoció que el consumo, abuso y adicción a estas sustancias “es un asunto de salud pública y bienestar de la familia, la comunidad y los individuos”, y por lo tanto deberán ser tratados como una enfermedad que requiere atención integral del Estado.
Es claro, entonces, que quienes padecen de farmacodependencia tienen derecho a un sistema de protección especial que se ve reforzado por su condición de debilidad psíquica (y en este caso, de vulnerabilidad social). Ello obliga a todas las entidades a garantizar su protección y un tratamiento integral. Y si bien estos preceptos han sido calificados como de avanzada a nivel mundial, en la práctica existe un preocupante rezago que los desdibuja. Aunque el país dispone desde el 2007 de la Política Nacional de Reducción del Consumo de Sustancias Psicoactivas, sus resultados dejan mucho que desear.
Cálculos a vuelo de pájaro cuentan entre 300.000 y 400.000 las personas con consumo problemático de drogas, y un estimado muy optimista cree que de ellas, al menos 10.000 están en las calles. Por otro lado, al revisar la oferta de servicios de salud en el campo institucional para atender enfermos de manera interna, esta bordea apenas los 300 cupos; y a nivel ambulatorio no alcanza a los 10.000.
El panorama empeora al ahondar en la clase de servicios que se ofrecen. De acuerdo con la Corporación Nuevos Rumbos (entidad referente en el tema en América), hay alrededor de 350 centros que proveen tratamientos para este tipo de enfermedades –el 90 por ciento de ellas, privadas–, con el agravante de que menos de diez cumplen los estándares de calidad más bajos exigidos internacionalmente. Situaciones que, además de encarecer las intervenciones, complican los pronósticos de los tratamientos, al punto de convertir muchos casos en irreversibles.
El fenómeno de las adicciones en los habitantes de la calle no es exclusivo de Colombia, pero esa no puede ser la disculpa para no empezar a recuperar el tiempo perdido. El desalojo del ‘Bronx’ es una oportunidad única para transformar la atención de estas personas en un verdadero laboratorio donde se apliquen las propuestas terapéuticas más avanzadas del mundo, de la mano de expertos internacionales, con indicadores de seguimiento claros y con la financiación suficiente. Aquí, cualquier ahorro se puede medir en complicaciones que pueden multiplicar por mucho la situación actual no solo en la ciudad, sino en todo el país. Es un problema social y también humano, que clama atención.
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