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Editorial: El trato de Irán

El estilo de diplomacia de Obama sigue dando resultados concretos y plausibles.

EDITORIAL
El preacuerdo alcanzado el jueves entre Irán y las potencias mundiales (5+1: Estados Unidos, Rusia, Reino Unido, Francia, China y Alemania) respecto a su controvertido programa nuclear no les va a dar tranquilidad total a las partes interesadas, pero es lo más lejos que se ha podido llegar en años de negociaciones y desencuentros, a la espera de que para junio, en la definición de los detalles técnicos, se descarte la posibilidad de que Teherán pueda tener algún día un arma nuclear; y, por otra parte, que el régimen islámico obtenga las garantías de que le serán levantadas las sanciones que han afectado por años su economía.
Por eso hay quien no duda en calificar ese principio de acuerdo de ‘histórico’, pues se obtiene luego de casi 40 años de disputas irreconciliables con Estados Unidos en los que se han enfrentado en múltiples y a menudo violentos escenarios.
Palabras más, palabras menos, al régimen de los ayatolás se le permitirá conservar parte de su capacidad nuclear, aunque de forma muy reducida y bajo una muy estricta supervisión internacional. Tendrá que achicar en un 75 por ciento su infraestructura de enriquecimiento de uranio, y sus depósitos del material pasarán de 8.000 kilos a 300. A cambio, y dependiendo del cumplimiento de los compromisos, se levantará el grueso de las sanciones y podrá romper su aislamiento internacional. Para nadie es un secreto que las sanciones han herido profundamente la economía del país, hasta el punto de que sectores del Gobierno temían un colapso del sistema si no se daba un timonazo. La llegada a la presidencia del moderado Hasán Ruhaní ha hecho que el líder supremo, Alí Jamenei, contemple la necesidad del viraje, y en ese sentido el acuerdo le sirve al régimen para vender como un éxito lo que es motivo de orgullo nacional: mantener, así sea bajo tutelaje internacional, su programa nuclear.
La idea es que Irán tenga apenas capacidad para un programa civil de generación eléctrica, y no para construir un arma atómica que podría marcar un indeseado desequilibrio geoestratégico regional y lanzar una carrera armamentista de insospechadas consecuencias en una de las áreas del mundo más inestables y con mayores conflictos abiertos.
Y esto ya es una buena noticia. Al menos de momento, el estilo de diplomacia del presidente estadounidense, Barack Obama, de abrir líneas de diálogo, incluso con sus históricos enemigos, como en el caso de Cuba, y en el iraní, dentro de un esquema de multilateralidad, está dando resultados concretos y plausibles, aunque en los dos casos mencionados aún falte mucho trabajo por hacer.
Y, precisamente, ese trabajo pendiente tiene que ver en gran medida con el recelo y la oposición que genera el acuerdo macro en sus dos más grandes aliados en la región: Israel y Arabia Saudí. Para el primer país, es un trato que no solo constituye “una amenaza para la región y para el mundo, sino que además se erige como una amenaza para su propia supervivencia”.
Era la actitud esperada. Con una política exterior basada en el miedo a los países árabes, a los palestinos y, ahora, a ser destruidos por una bomba atómica iraní, el gobierno de Benjamín Netanyahu alerta como un corifeo de tragedia griega sobre las desgracias que podrían venir. Tan genuino es ese sentimiento, que Netanyahu osó enfrentarse a Washington, aun a riesgo de deteriorar más su relación personal con Obama, y hoy pide que el acuerdo definitivo del 30 de junio consigne que “Irán debe incluir un reconocimiento claro e inequívoco del derecho de Israel a existir”. En múltiples ocasiones, el régimen iraní ha jurado el exterminio del Estado de Israel.
Por los lados de Arabia Saudí, las razones son otras. Riad teme que el preacuerdo le dé aún más alas a Irán para que amplíe su influencia en la región. Es claro que algunos de los conflictos actuales tienen detrás el apoyo explícito o velado de los dos países por culpa de las disputas sectarias entre suníes y chiíes, circunstancia que se agrava por el surgimiento de movimientos radicales como el Estado Islámico. Y como si fuera poco, el acuerdo tiene poderosos enemigos en el mismo parlamento estadounidense por el lado del Partido Republicano y en los sectores más conservadores de la sociedad y la política iraníes, que ven a Estados Unidos como el ‘Gran Satán’.
Pero Obama quiere ir más allá. Hacia el futuro, espera que un eventual deshielo con Teherán termine siendo la llave maestra para desactivar de manera más eficaz algunos de los conflictos que desangran a Oriente Próximo, una visión que los republicanos aún no comparten y los ‘halcones’ israelíes consideran ingenua, pero que marca una aproximación diferente de la de las soluciones militares, que tan costosas les salieron a la imagen y a la credibilidad del país y también a sus arcas.
Como el propio Obama lo advirtió, todos se darán cuenta de si Irán miente o no. El mundo es testigo.
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